29 abr 2012

El neorrealismo y la lucha por la descolonización de los imaginarios. Por Susana Velleggia


Tomado de CINE CUBANO Revista On Line Nro. 20 (ICAIC)
http://www.cubacine.cult.cu/revistacinecubano

Susana Velleggia (Buenos Aires), directora de cine y TV. Socióloga, especialista en gestión cultural y en televisión educativa, investigadora y profesora universitaria. Directora del Festival Internacional de Cine «Nueva Mirada» para la Infancia y la Juventud. Autora de ensayos, artículos y libros sobre su especialidad. Ha recibido varios premios nacionales e internacionales.

Desde las primeras imágenes rodadas por los Lumière y Méliès hasta nuestros días, la historia del cine mundial es susceptible de periodizaciones diversas según los criterios –y las variables en consonancia con ellos– que se apliquen. La periodización tradicional, toma como eje a la variable tecnológica y establece dos grandes períodos: el del cine mudo y el que, luego de tanteos experimentales, se inicia la noche del 6 de octubre de 1927, cuando un Al Jolson con el rostro teñido de negro y luego de una canción, se dirige desde la pantalla al estupefacto público de la sala Warner para decir: «Esperen un momento, pues todavía no han oído nada. Escuchen ahora...»Para ello fue necesario que la Warner Bros, al borde de la quiebra y como último recurso, decidiera incorporar la novedad técnica del sonido a la producción comercial con la mediocre película El cantante de jazz (The Jazz Singer), de Alan Crosland. El éxito comercial salvó a la Warner y dio inicio al cine sonoro.(1)
 
El cantante de jazz (1927), Alan Crosland

Pero si aplicamos otros criterios y variables, es posible dividir esa historia en otros dos grandes períodos, cada uno con sus etapas respectivas: uno pre y otro post apogeo mundial de Hollywood. El primero de ellos llega hasta la Primera Guerra Mundial (1917), mientras que diversos autores coinciden en ubicar el comienzo del segundo período hacia 1918 y aún no se vislumbra su fin. Dentro de este último, hay varios movimientos de ruptura con el modelo de cine hegemónico, pero merece destacarse uno de ellos que, por varias razones, marca un «antes» y un «después» del cine mundial. Se trata del neorrealismo italiano, el cual cumple esta función de bisagra en la historia del cine, aunque sus antecedentes pueden rastrearse en los inicios mismos del séptimo arte.

 
 
La era pre-Hollywood se caracteriza por el desarrollo de las cinematografías nacionales, la competencia entre ellas y la diversidad de aportes estéticos que van conformando el lenguaje artístico del cine, el patrón de géneros y las corrientes estilísticas que caracterizarán a diferentes cinematografías y directores. Los ascendentes emporios Pathé y Gaumont en Francia y el trust Edison de Estados Unidos, compiten con las pujantes cinematografías de los países nórdicos, italiana, británica, alemana, etc., en la búsqueda permanente de novedades. Sin ser este un panorama exento de conflictos, la competencia asegura cierto equilibrio de los intercambios entre los distintos cines nacionales. Pathé, de cuya mano circulaban dentro de Estados Unidos y Francia los filmes europeos, llegó a gozar de un liderazgo artístico y comercial que perdería rápidamente en favor del trust de Edison. Este último «pirateaba» descaradamente las películas de Méliès para su distribución en Estados Unidos, mientras exigía a sus competidores de un lado y otro del Atlántico, el pago de canon por el uso de la película inventada por él.

Este primer período comprende desde los inventos de Edison y las experiencias iniciales al calor de la feria y los espectáculos del vaudeville, el registro de escenas de la vida cotidiana y los trucos del mago de Montreuil, hasta los jalones que van sentando los cimientos del sistema de géneros con los primeros intentos de narrativa ficcional.

La «guerra de las patentes», desatada por Edison contra sus competidores –a los que pretendía cobrar un royalty por el uso de la película por él inventada y producida monopólicamente hasta entonces por la Eastman– y diversas condiciones intra y extra cinematográficas, llevaron a la hegemonía de Hollywood, y con ello, a que un modelo de cine se impusiera como sinónimo de «universal» sobre otros posibles.

La naturaleza industrial del cine determina la posibilidad de reproductibilidad infinita de la obra matriz. Los costos fijos de producción que requiere cada obra, no guardan proporción alguna con los del copiado, por lo que el ideal comercial es la circulación simultánea de tantas copias de cada película como sea posible. Ningún mercado interno, por más elevado que sea su número de salas y de espectadores, es suficiente si se trata de optimizar la inversión obteniendo la máxima ganancia e inclusive, en algunos casos, de amortizar los costos de una producción.

La fundación de Hollywood, sus posibilidades paisajísticas y la audacia de los nuevos pioneros, se conjugarán para impulsar el desarrollo de un género genuinamente americano que se popularizaría mundialmente: el western. Su tradición era entonces breve, apenas iniciada por Edwin S. Porter, Broncho Bill, Francis Boggs (que había dirigido a Tom Mix) y el arriba mencionado Carter. La Bison, una compañía que se proponía especializar en el género, contrató a Thomas Harper Ince, actor autodidacta que se ufanaba de no haber leído nunca un libro. Ince contrató a su vez al circo Ranch 101 –que contaba con una troupe de indios y cow-boys verdaderos, domadores de potros, diestros tiradores, etc.– para hacer su primera película, Across the Plains (1911), sobre la fiebre del oro de 1848 en California.(2)

Al hacer de la conquista del Far West por los pioneros y del genocidio indígena, una epopeya que daba cuenta de la «superioridad» de la cultura y el hombre blancos, además de un género cinematográfico, Hollywood inventaba una historia americana mítica, a la medida de las gestas colonizadoras europeas. Asimismo, los espectadores del continente, hartos de la propaganda de la preguerra y de los elaborados filmes franceses, daneses y alemanes, descubrieron en la visualidad sin complicaciones que ofrecía el western un emocionante pasatiempo.

Sin embargo, fue el exhibidor independiente Adolph Zukor (extapicero de origen húngaro) quien impuso a Hollywood el formato industrial. Asociado con varios empresarios creó la Paramount Corporation, que agrupaba a empresas independientes con unas 5 000 salas en todo el país. Utilizó un eslogan copiado del Film d’Art francés:«Actores famosos en obras famosas», eligió a los mejores directores y a la actriz Mary Pickford, e implantó la contratación en bloque a los exhibidores –toda la producción del estudio y a ciegas, basándose en el prestigio de las estrellas–; así puso en marcha un ambicioso plan que constaba de tres categorías de producciones: A, B y C, según quienes fueran sus intérpretes y el presupuesto. Comenzó a rodar películas con el proyecto del lanzamiento semanal de un gran filme (clase A), de una hora o más de duración. Posteriormente, y ya perfeccionada, esta fue la forma que asumió la producción y comercialización de películas a escala mundial.

Estas innovaciones en el plano industrial, requerían una sistematización del lenguaje que diera al cine su autonomía como campo de expresión artística. Fue el autodidacta David Wark Griffith, quien cumplió esta misión. Contratado por la Biograph,en 1908, se abocó a sistematizar los códigos del lenguaje, dispersos o apenas esbozados en las obras pioneras de las distintas cinematografías, y a inventar otros. Desde aquel año hasta 1912, filmó cuatrocientas películas para el trust de Edison, con las cuales fue experimentando y depurando los hallazgos que luego aplicaría a sus dos obras maestras. Entre ellos, el primer plano con intención dramática y su edición con planos más amplios; las panorámicas y movimientos de cámara que descubren datos complementarios a los inicialmente aportados por la toma; el flash-back; las acciones paralelas al estilo de la narrativa de Dickens; el salvamento de último minuto y el suspense creado por un montaje paralelo de ritmo creciente.

Con El nacimiento de una nación (1915), la primera película de larga duración (dos horas y cuarenta y cinco minutos), Griffith le da al arte cinematográfico la depuración de lenguaje que requería, y al cine estadounidense el éxito comercial y la fama que atraerán hacia Hollywood a los inversores de Wall Street. El filme motivó una fuerte polémica por su ideología racista, pero sirvió al presidente Wilson –quien lo había visto en la Casa Blanca antes de su estreno– para ganar los votos del Sur. La obra había costado algo más de cien mil dólares y logró cien millones de espectadores cuando se proyectó durante cuarenta y cuatro semanas seguidas en las principales ciudades de Estados Unidos.(3)


El nacimiento de una nación (1915), D.W. Griffith

Con Intolerancia (1916) –basada en la historia de un huelguista que en 1912, a punto de ser ajusticiado bajo la acusación de matar a su patrón, es salvado por un indulto de último momento–, Griffith se propuso realizar «un drama solar de todas las edades de la humanidad». Con esta crítica, algo ingenua, a la intolerancia racial y social, procuraba el joven director compensar la visión racista de su filme anterior.
Hollywood vería con asombro la construcción de un palacio de Babilonia de 70 metros de alto por 1 600 de profundidad, para experimentar después una de sus mayores frustraciones. El pretencioso subtítulo (La lucha del amor a través de los tiempos), y la mezcla de tres tiempos históricos y cuatro relatos («La caída de Babilonia», «Vida y pasión de Cristo», «La matanza de San Bartolomé» y «La madre y la ley»), solo enlazados por los carteles de unos versos de Withman repetidos como leit-motiv y la imagen de Lilian Gish meciendo una cuna («La cuna se mece sin fin, uniendo el presente y el futuro»), harán de Intolerancia un colosal alegato pacifista y social y el primer filme acronológico. La obra, que influenció tanto al cine como a la literatura, demandó la contratación de 16 000 extras, fue registrada en miles de metros de película (76 horas de material en bruto), y concluyó en un montaje de ocho horas de duración, luego reducido a tres horas. El rodaje había requerido de un enorme staff de ayudantes, algunos de los cuales llegarían a ser famosos directores, un elenco de estrellas de primer nivel y el mayor presupuesto desembolsado hasta entonces para producir una película: dos millones de dólares.(4) Todo un récord para la época.

Intolerancia fue una obra de vanguardia cuya maestría técnica impresionó a los cineastas de todo el mundo –particularmente a las vanguardias soviéticas– y, quizá por eso mismo, un catastrófico negocio.
La misma posibilidad de realizar este despliegue productivo, poniéndolo al servicio de la creatividad de un hombre dispuesto a innovar para alcanzar la gloria y dotar a Hollywood de su primer «monumento» cinematográfico, puede interpretarse como el gesto de consolidación de la que ya era la industria más organizada y poderosa del mundo.

Sobre la ruina del creativo Griffith, Hollywood edificó de inmediato la prosperidad del rutinario Cecil B. de Mille, dando cuenta de la versatilidad sobre la que se construyó su potencia.

Después del filme de Griffith, todas las condiciones estaban dadas para que el cine de Hollywood ocupara el espacio que se abriría en Europa al estallar la Primera Guerra Mundial y quedar paralizadas sus industrias cinematográficas.


Intolerancia (1916), D.W. Griffith

Comenzará así el segundo de los períodos arriba mencionados, el cual se caracteriza por:

•La captación de talentos de las distintas cinematografías nacionales, así como la incorporación de hallazgos temáticos y artísticos que, reelaborados, por las usinas de Hollywood, son lanzados al mundo como «primicias».

•La progresiva concentración empresarial de los sectores de la producción, la distribución y la exhibición, así como la agresiva política de exportaciones llevada adelante por la industria cinematográfica estadounidense, con el apoyo del Departamento de Estado, para la conquista de los mercados externos.

•El férreo proteccionismo del mercado interno de los Estados Unidos, que se torna impermeable a los filmes producidos por otras industrias.

•Las crisis cíclicas de las industrias cinematográficas mundiales, vinculadas –aunque no exclusivamente– a las crisis económicas y los cambios tecnológicos.

•La erosión de la diversidad que caracterizó la evolución del cine hasta la Primera Guerra Mundial. La multiplicidad de miradas se irá reduciendo progresivamente a la mirada propuesta por el modelo hegemónico hollywoodense, hecho que incidirá en la formación de la capacidad de apreciación cinematográfica de los públicos y en las características de la producción realizada en distintas latitudes. Y que, asimismo, generará la reacción de los movimientos de ruptura.(5)

•La lucha entre Hollywood y las cinematografías nacionales europeas y la adopción, por parte de los respectivos gobiernos, de medidas proteccionistas, a fin de contrabalancear el poder del cartel de la MPEAA (Motion Pictures Export Association of America), organización adoptada por los grandes estudios para competir con otras industrias por el control de los mercados mundiales.

•La institucionalización del star system y del sistema de géneros, como forma natural de la producción-comercialización de cine, que evolucionan paralela y simultáneamente, interrelacionados con la sistematización del formato industrial y el modo de producción adoptado para ello.

La facilidad para incorporar, adaptar y combinar componentes culturales de procedencia diversa, es parte indisoluble de la capacidad de la industria hollywoodense de este período a fin de «fabricar» una cultura típicamente americana «universalizable», como modelo para públicos pertenecientes a distintos sectores sociales, países y culturas. En algunos casos, la fórmula fracasará estrepitosamente y, en otros, triunfará, apelando inclusive a mutilaciones y modificaciones de las películas que se exportarían, cuya factura tendría en cuenta las características de los mercados de destino. Algo que a los europeos les escandalizaría y que jamás practicaron con sus cines.

Consigna Georges Sadoul que los diez años que siguieron a la Primera Guerra Mundial marcan el período de apogeo del cine norteamericano en el mundo. Las películas de esa procedencia llegaron a representar entre 60% y 90% de la programación de las pantallas europeas, mientras que los filmes de origen extranjero fueron erradicados de las 20 000 salas de Estados Unidos. Hollywood dedicaba cada año doscientos millones de dólares a una producción que superaba los ochocientos filmes anuales. Los 1 500 millones de dólares que llevaban invertidos los estudios, los equiparaban a las mayores empresas industriales de los Estados Unidos: automóviles, petróleo, acero, alimentos. La vinculación de los más grandes de ellos: Paramount, Loew, Fox, Metro, Universal –que dominaban la producción, la distribución y el comercio mundiales de películas–, con las potencias financieras de Wall Street (Banca Kuhn Loeb, Morgan, Rockefeller, Dupont de Nemours, General Motors), será creciente. Pero, después del último fracaso de Griffith, que los inversionistas adjudican a sus extravagancias, para los banqueros no serán confiables los directores, sino los productores y las estrellas.

Recién con la influencia del neorrealismo y la crisis de espectadores que despunta en 1947, y se prolonga durante los años cincuenta, el star system esrelativizado y el nombre de los directores comenzará a adquirir progresiva relevancia. Ello sucedecuando el público va madurando su capacidad de apreciación audiovisual e irrumpe la televisión. Aparecen nuevas generaciones de directores y guionistas que darán lugar al cine de autor en Francia y a los movimientos de los nuevos cines que se esparcen por el mundo, asumiendo diferentes características según los países.

Ante el nuevo medio, el cine se consagrará definitivamente como arte, pasa a ser objeto de análisis y de estudio en las universidades, en tanto la función de entretenimiento familiar la acaparará la pantalla chica.

Impulsadas por el sector financiero, que exigía seguridad para sus inversiones en el cine, en 1925 las empresas de Hollywood crean la Motion Pictures Producers of America (MPEA) como una asociación de los mayores productores y distribuidores. Su organización recae en el puritano y rígido político republicano William Hayes que, en lo sucesivo, será llamado «el zar del cine». De la oficina de Hayes surge el código del pudor –o Código de la Producción–, redactado por un sacerdote jesuita, el R.P. Daniel Lord, quien responderá a dos demandas simultáneas. Por un lado, las peticiones de las asociaciones y ligas de la moral, que protestaban por la escandalosa vida de las estrellas de Hollywood y la no menos pecaminosa de los personajes que encarnaban en las películas. Por otra parte, Hayes tenía una teoría sobre el cine, más certera y pragmática que inspirada en la moral, y estaba decidido a ponerla en práctica: «La mercancía sigue al filme; dondequiera que penetra el filme norteamericano vendemos más productos norteamericanos.»(6)

El Código de la Producción sistematiza, por primera vez, la censura moral e ideológica a ejercer sobre el cine, para tornarlo un apto vehículo de negocios, de un estilo de vida y de valores, ideas y costumbres que debían alcanzar escala universal y establecer un círculo virtuoso que se realimentara a sí mismo.

El staff de los estudios se refuerza, entonces, con consejeros, expertos en estudios de opinión y marketing, y publicistas. La misión de los primeros es analizar los guiones y «sugerir» los cambios necesarios para que cada filme no vulnere sentimientos religiosos, morales ni político-ideológicos, de los financistas, los públicos internos, los gobiernos de las naciones que serán su futuro mercado ni, obviamente, genere interferencias con la política de relaciones exteriores del gobierno estadounidense. Ante la menor duda, el «consejero del estudio» –que cuenta con un equipo de asesores– debe comunicarse con su «contraparte» de la oficina de Hayes, quien, de ser necesario, lo hace a su vez con «su hombre» del Departamento de Estado, el cual le proporciona las orientaciones del caso.

Los expertos organizan focus group –supuestamente representativos del espectador promedio– ante los que proyectan los filmes previamente a su estreno, de modo de introducir los recortes y modificaciones del caso para su lanzamiento. Este es programado por los publicistas, que no escatiman ingenio ni recursos para lograr impacto. De la mano de Hayes, Hollywood no solo se organiza empresarialmente, sino que adquiere una notable función propagandística.

El perfil de muchas estrellas es redefinido y se descubren otras nuevas, a fin de conformar un sistema congruente de arquetipos femeninos y masculinos que surtirá a los estudios para cada filme. Los géneros se estabilizan y la producción es serializada para aprovechar los recursos invertidos en decorados, vestuarios, guiones, equipos, contrataciones de intérpretes, guionistas, directores, técnicos, etc. De este modo, la escenografía de una calle de suburbio, con ligeros retoques, servirá a la producción de varios filmes policiales; la de una mansión sureña dará lugar a otros tantos de carácter histórico; las actrices que representan a la heroína ingenua y a su contraparte vamp estarán presentes en numerosas películas del mismo estudio, reafirmando el estereotipo que la estrategia de marketing les asigna. Se consolida el cine industrial mediante un sistema de producción basado en el método fordista, científicamente planificado, que el intuitivo Zukor ya había esbozado. Pero todo ello de poco hubiera servido si Hollywood no se aseguraba, paralelamente, una posición dominante en los mercados mundiales.

Con la Segunda Guerra Mundial, el poder de Hollywood se acrecienta a niveles inéditos, motivando una serie de reacciones en los planos productivo, comercial, político y artístico, por parte de casi todos los países europeos.

En 1946, las grandes empresas crean la MPEAA, perfeccionando el modelo de su antecesora, la cual será la única entidad privada del país autorizada a tratar directamente con gobiernos extranjeros. Por su enorme poder, se la denominará «Mini-Departamento de Estado». Su primer presidente, Eric Johnston, ilustra de manera elocuente la política del cartel:

Nuestros filmes ocupan alrededor de un 60% del tiempo de proyección en los países extranjeros. Si uno de esos países quiere imponernos restricciones, voy a ver al ministro de Finanzas y le hago ver, sin amenazarle, simplemente que nuestras películas mantienen abiertas más de la mitad de las salas. Esto proporciona empleos y en consecuencia una ayuda apreciable para la economía del país concernido, cualquiera que sea. Recuerdo también a ese ministro de Finanzas el peso de los impuestos sobre el volumen de negocios que esas salas representan. Si el ministro se niega a escuchar estos argumentos, puedo aún usar otros medios apropiados.

Y agregaba: «Pero si dos o tres compañías americanas no hacen el juego, si aceptan las restricciones (...), mis argumentos frente al ministro pierden su peso. Es indispensable que formemos un frente unido. La MPEAA perdería cien millones de dólares al año si se dividiera.»(7)

«Se ha hecho necesario –constata entonces Eric Johnston– producir películas que sean aceptables a los gustos de los ingleses, italianos y japoneses, así como a los nuestros (...) Actualmente el mercado interno por sí solo no puede soportar un gran volumen de producción en Hollywood.»(8) Esta constatación impulsó una política exportadora aún más agresiva hacia Europa.

Finalizada la guerra, Hollywood encontró que el stock acumulado de películas (backlog) que no habían sido vistas en el exterior era enorme, y el europeo se presentaba como el mercado más lucrativo. De la mano del Plan Marshall, Europa fue literalmente inundadade filmes estadounidenses. Con preocupación holística –por los cuerpos y las mentes de los europeos– se argumentaba que si Europa Occidental aceptaba la ayuda económica de los Estados Unidos para evitar que la crisis de posguerra la hiciera caer en las garras del comunismo, con el mismo fin debía aceptar los filmes norteamericanos. Mantener las mentes juveniles a salvo de las ideas comunistas, exigía música de jazz o de rock, cine de Hollywood y un cambio de hábitos y valores.


Paisà (1956), Roberto Rossellini

El cine norteamericano deja entonces los alambicados melodramas del «teléfono blanco» y se aboca a construir un imaginario colectivo «moderno», bajo el signo de la universalización del american way of life. La propagandización de la casa con jardín en un cordial vecindario; el automóvil; la refrigeradora; el tocadiscos –y la música correspondiente–; la cocina equipada a «la americana»; la moda femenina; la comida; el hábito de beber whisky o «coke»; la práctica deportiva y el cuidado del cuerpo; los nuevos roles familiares, etc., serán parte constitutiva del nivel conceptual y estético de las películas, adquiriendo el carácter de símbolos de la democracia liberal de mercado. La construcción del «sueño americano» será bienvenida por las masas de una Europa que, ante la devastación de la guerra, estaban ansiosas por salir de los conflictos políticos del pasado reciente, del racionamiento, el malestar y el atraso. Este cine les ofrecía más que películas en mayor o menor medida entretenidas, la oportunidad de acceder a una identidad nueva; el placer de las cosas simples de la vida bien podía ahuyentar el fantasma de los conflictos mediante el reinado del consumo. El Estado del bienestar y las multimillonarias cifras volcadas a las economías europeas por el Plan Marshall se encargarán de poner este sueño casi al alcance de la mano en los imaginarios europeos.

En su documentado estudio, Guback verifica que, entre 1946 y 1949, más de 2 600 filmes estadounidenses fueron enviados a Italia, que por entonces contaba con una capacidad de pantalla de entre 300 a 400 filmes anuales. Incluso un pequeño mercado como los Países Bajos, recibió más de 1 300 películas en el mismo período. Alemania Occidental fue también ampliamente abastecida. Dinamarca, que asimismo fue objeto del boicot de la MPEAA, recibió, entre 1947 y 1954, 1 681 películas; Gran Bretaña 2 487, entre 1949 y 1950, de ellas 800 ingresaron en un año (1949-1950).(9)

Alarmados ante la avalancha de filmes estadounidenses que excedía la capacidad de pantalla de cada mercado –fenómeno que los directivos de la MPEAA calificaban de «asunto comercial natural»–, los gobiernos europeos, acicateados por los sindicatos, asociaciones profesionales y personalidades del cine y el espectáculo, en situación de paro, decidieron aplicar medidas de protección de sus cinematografías. Un funcionario británico, en uno de sus discursos, justifica el proteccionismo con la siguiente pregunta: «¿Nos sentiríamos contentos si dependiéramos en este país de la literatura y la prensa extranjera?»(10)

La Segunda Guerra Mundial había desbaratado los sistemas de protección del mercado interno que los europeos implementaron entre 1920 y 1930, ante la invasión de películas americanas del período bélico anterior. Al finalizar la guerra, los miembros de las industrias de cine de las naciones europeas esperaban recuperarse y proteger sus inversiones en infraestructura y recursos humanos, pero era imposible hacerlo con la práctica del dumping ejercida por la MPEAA que, al saturar los mercados con enormes cantidades de películas a bajísimos precios –muchas de ellas ya viejas y con los costos amortizados en su mercado interno–, no dejaba espacio a la producción nacional. Por otra parte, los países que habían padecido la guerra en sus territorios se hallaban endeudados y tenían que afrontar la tarea de reconstrucción, por lo que el drenaje de divisas por importación de películas y envío de ganancias a los Estados Unidos, adquiría una dimensión que preocupaba a los gobiernos, e inclusive a los organismos internacionales (como la UNESCO) creados en la posguerra.

Pese a las presiones, con frecuencia extorsivas de la MPEAA, los gobiernos europeos formularon distintas medidas proteccionistas de las industrias cinematográficas de suspaíses que, combinadas entre sí, produjeron resultados positivos. Esta lucha de las naciones europeas por la defensa de sus mercados cinematográficos –y luego audiovisuales en general– no es entendida solamente como una cuestión económica, sino también como una batalla por la defensa de sus identidades y por la diversidad cultural. De ahí que haya sido Francia quien diera origen a la denominada doctrina de la «excepción cultural», ante las embestidas de los Estados Unidos por liberalizar el mercado de bienes audiovisuales en la ronda de Doha de la OMC.

Aun con las medidas proteccionistas de sus mercados, implementadas por los estados europeos, la recaudación total de los filmes norteamericanos en Gran Bretaña, Italia, Francia y Alemania Occidental, en los veinte años que van de 1951 a 1970, fue de un promedio de 35 millones de dólares anuales, rindiendo a sus distribuidores 1 960 millones de dólares. Si se agregan a los anteriores, mercados más pequeños como los de Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria, Irlanda, España y Portugal, esa cifra se incrementa, por lo menos, en 450 millones. En veinte años la venta global de filmes norteamericanos a Europa llegó a superar los 2 410 millones de dólares. Según datos de la revista Variety del 15 de mayo de 1974, durante los once años transcurridos entre 1963 y 1973, los miembros de la MPEAA ganaron en el mundo 7 565 millones de dólares, de los cuales algo más de la mitad (3 875 300 000) provinieron de fuera de los Estados Unidos.(11)

Los imaginarios de la posguerra y el neorrealismo italiano (12)

La intensidad de los movimientos de ruptura con respecto al modelo de cine hegemónico –los cuales se sucederán en prácticamente todos los países del mundo–, será directamente proporcional a la debilidad o la ausencia de políticas públicas que posibiliten la emergencia –o, en su caso, el fortalecimiento– de cinematografías nacionales, a la subordinación económica, artística y estética de los sectores involucrados en los procesos de producción, distribución y exhibición de cine en cada país, y a la colonización de los imaginarios del público por la «mirada única». Sobre este trípode se asienta el poder del cine. Arte, industria, medio de comunicación, institución cultural y proceso sociohistórico: el fenómeno cinematográfico no puede entenderse si no se toman en cuenta las múltiples variables que intervienen en su modelación, tanto pertenecientes al propio campo como externas, ya que ellas conforman un sistema de interrelaciones que supone mucho más que la suma de las partes que lo constituyen, consideradas de manera aislada. Por tal motivo, el nivel artístico, o los «contenidos», de una obra fílmica no pueden explicarse sin considerar sus modos de producción, circulación y apropiación por el público, los cuales están, a su vez, condicionados por multiplicidad de factores.

Por ello, una rebelión eficaz contra la imposición del modelo de la «mirada única» no podía provenir solamente de las medidas de carácter proteccionista de los Estados, en los aspectos industriales, sino que reclamaba una nueva concepción del cine como arte y hecho cultural y comunicacional.

A esta tarea se abocaron los movimientos cinematográficos de ruptura, que dan lugar a los «nuevos cines». El primero de ellos fue en la segunda posguerra mundial, el neorrealismo italiano. En América Latina, la misión es asumida por los movimientos del cine político que adquirirán rasgos particulares en cada uno de los países en los que se produce y exhibe, ya sea públicamente o en la clandestinidad, según las circunstancias imperantes en la época.
En este escenario de gran diversidad, las tres grandes corrientes que confluirán en esta voluntad de cambio en los planos artístico, estético, ético e industrial son:

a) el neorrealismo italiano de la posguerra;

b) el «cine de autor» francés, también denominado la «nouvelle vague»;

c) el cine político que se expande en los sesenta de la mano de las grandes movilizaciones populares que recorren el mundo en la época.

Estos movimientos, en apariencia dispares, abrevan en las fuentes de dos corrientes fundadoras del cine de principios de siglo: los filmes de ficción soviéticos del período clásico y el Cine-ojo de Dziga Vertov que, contemporáneo del primero, tanto influenciará a las vanguardias francesas de la década del veinte y el treinta, como al cine documental inglés, al cinéma-verité de Rouch, al de la caméra-stylo de Astruc y a los «nuevos cines» que florecen en el mundo en los años sesenta.

La red de interrelaciones que entretejen estos movimientos giran en torno a un eje: el abordaje cinematográfico de la realidad histórica de sociedades en crisis desde una perspectiva crítica y adoptando como punto de partida el principio de autenticidad, antes que el de verosimilitud. Más allá de sus diferencias estilísticas y conceptuales, el rasgo común a todos ellos es la ruptura con la institucionalidad cinematográfica forjada por la industria, principalmente la de Hollywood, y la problematización de todas las categorías artísticas y estéticas en las que ella se asienta.
Las constantes que los caracterizan pueden agruparse en los siguientes aspectos:

a) La problematización del realismo y del sistema de géneros

El punto de arranque de estos movimientos –y notoriamente del neorrealismo–, es la problematización de la categoría de realismo cinematográfico, tal como fuera concebida desde la industria. Esto da lugar a uno de los debates más intensos y ricos producidos en el campo artístico sobre el realismo en general que, lamentablemente, es poco conocido.

Se trata de la asunción del fenómeno cinematográfico en términos integrales, cuyo rechazo a la tradición cinematográfica del cine industrial, producido en cada espacio y momento, y del cine-espectáculo hollywoodense, reconoce distintos derroteros. Ya sea que se pretenda refundar la industria sobre nuevas bases, o bien dar al cine una dimensión que trascienda el fin de espectáculo, aunque ello lo condene a una difusión restringida, las nuevas concepciones del fenómeno cinematográfico y los argumentos que las fundamentan, se explicitan en manifiestos, ensayos, investigaciones y análisis críticos de las películas producidas en diferentes épocas y lugares. La lucha por la legitimidad de las innovaciones, impulsa a esta reflexión teórica sobre el cine a incursionar en diferentes campos y disciplinas; desde la sociología y la antropología hasta la semiótica y la filosofía política.


El año pasado en Marienbad (1960), Alain Resnais

Esta negación de «lo viejo» y la consiguiente apertura a «lo nuevo», mantiene como constante de los planteos teóricos y las opciones artísticas, la idea de cambio integral: en las obras y sus diversos niveles constitutivos, así como en el proceso que va de la producción a su apropiación por los espectadores.

b) Cambios a nivel del discurso fílmico; la historia como tema y problema

La ruptura con respecto a las reglas de los géneros consagrados del cine-espectáculo, en los niveles temático, retórico y enunciativo, es el rasgo inmediatamente visible en los tres movimientos arriba mencionados.

En el nivel temático, los filmes neorrealistas de los inicios encuentran su objeto preferencial en el drama de personajes pertenecientes a los sectores populares confrontados a la crisis de la Italia de la posguerra. La dura realidad histórica y la toma de conciencia crítica acerca de ella, por dichos sectores, es la historia que narran las películas. En una segunda etapa, el movimiento encara una apertura que bifurca sus senderos hacia otros actores sociales, temas y géneros; sin embargo, mantienen como una constante la relación sujeto-historia y a esta como nudo argumental, en mayor o menor grado explícito.

El cine de autor francés hace de la conciencia individual en crisis el objeto de su indagación. Microcosmos que, de manera más connotada que denotada, remite a una crisis de orden macrosocial. La historia individual actúa en este caso como referente de un marco histórico que es cuestionado.

Por su parte, el cine político o militante se lanza a explorar el universo del malestar social y la crisis en las múltiples manifestaciones que ella asume, desde el punto de vista de quienes serían los actores llamados a superarla: los sectores populares. Su impronta crítica suele derivar en un optimismo romántico con respecto al sujeto colectivo aludido: el pueblo.

En los niveles retórico y enunciativo, el cine de ficción de dichos movimientos opera una deconstrucción de la dramaturgia tradicional. Mientras el neorrealismo se basa en la dramaticidad cruda de los hechos históricos, el cine de autor apela a los quiebres en la temporalidad del relato, que rompen su linealidad narrativa y confieren a los sujetos de la enunciación la función de interpelar al espectador y problematizar su rol.

Asimismo, en los tres movimientos, la construcción del material fílmico opera una ruptura estética que desplaza a la «puesta en escena» heredada de la tradición teatral, y cuestiona la adaptación literaria clásica, así como los criterios de «belleza» del cine-espectáculo. Esto implica la adopción consciente de un nuevo criterio de calidad artística, que refuta el universo esteticista de la obra bien faite, remitiendo a la cualidad del cine para establecer una relación productiva obra-espectador. En esta cualidad ubican el aporte específico del arte cinematográfico.

Cada uno de estos movimientos adopta, a su manera, el principio de distanciamiento –de la estética brechtiana– para incitar al espectador a trasladar la capacidad de descubrimiento movilizada por la obra, a la toma de conciencia sobre su situación en el mundo. El cine político avanza aún más allá, al pretender que, además, el espectador se convierta en actor protagónico de la realidad histórica, y tome partido por su transformación.

Ya no se trata de agradar los sentidos para sumergir al espectador en el ilusionismo de las imágenes, con el fin de hacerle olvidar los problemas del mundo en el cual vive, sino de provocar en él interrogantes que hagan tambalear sus certidumbres e ideas previas acerca de ese mundo. Para lograr este efecto, también debe ser puesta en crisis su lógica perceptiva y, por tanto, la lógica narrativa de construcción de la obra.

Las imágenes deben demoler los condicionamientos rutinarios del público que anestesian su percepción de lo real y del arte cinematográfico. Las líneas de este ataque se sintetizan en el lenguaje fílmico. Así como en Paisá (1946), Rossellini coloca al espectador dentro de una realidad presentada «en crudo», mediante la crónica y el reportaje, confrontándolo a la verdad inapelable de espacios destruidos y personajes de la vida real relatando sus amargas experiencias de la guerra; El año pasado en Mariembad (1960), de Resnais, y gran parte de la obra de Godard, recurren a los cortes bruscos, las transposiciones, paréntesis y saltos temporales, las alusiones oscuras y polisémicas. Ambos cumplen así la premisa de que el cine debe, si no sacudir al espectador, al menos incomodarlo.

El cine político reforzará esa idea: no basta con ver, en la medida que, en términos cinematográficos, todo o casi todo ya ha sido visto. Se trata ahora de comprender, de descubrir, de sacudir la indiferencia e impulsar a la acción. Chris Marker apunta a este propósito con la suma de entrevistas de Le joli mai (1962), donde obliga a explicar a los entrevistados –y a reflexionar al espectador–por qué a los parisinos les interesa más la temperatura que la represión de la OAS en Argelia; el confort personal que las luchas obreras. «Todo espectador es un actor o un cobarde», interpela, a su vez, a los espectadores La hora de los hornos, del Grupo Cine Liberación de Argentina, refiriéndose, más que a los espectadores de la pantalla, a los de la realidad histórica.

c) Cambios en el rol del director y en la relación cine-sociedad

El cambio en la relación obra-espectador apunta a forjar una interrelación cine-sociedad distinta, que se propone dar mayores grados de apertura al campo cinematográfico, cuyas opciones temáticas y de género exhiben un profundo agotamiento en las distintas épocas y países en que estos movimientos surgen. En el principio, por todos ellos compartido, de incorporar el cine a la vida, transformando la capacidad perceptiva del espectador por distintos medios, es visible la huella de dos tendencias teóricas opuestas: las vanguardias estéticas –y también las formalistas rusas– y el realismo de André Bazin.

La nueva interrelación obra-espectador ha de sustentar la fruición estética en la dimensión cognoscitiva de la realidad revelada por la obra, antes que en la inmersión sensorial en el espectáculo, que se agota en su consumo y la catarsis emocional. Pero, mientras que a Bazin solo le interesaba qué revelaba de la realidad el ojo de la cámara y qué conocimiento del mundo aportaba el filme al espectador, omitiendo aquello que el realizador –su subjetividad– podría aportar a ambos, para los movimientos de ruptura el papel de este será clave.

Pese a los esfuerzos del neorrealismo para borrar las huellas de la subjetividad del emisor del discurso, o la presencia del director –que es la de la unidad realizador-guionista– como sujeto de la enunciación, la misma es constante. En el caso del cine de autor francés, esta presencia es explícita, consciente y teóricamente legitimada. Por su parte, el cine político «naturaliza» la presencia del director –o del colectivo que realiza el filme– como enunciador del discurso, en tanto procura ser, precisamente, un cine-ensayo.

Pero si el filme y el cine son ubicados como emergentes de un proceso histórico del que extraen su legitimidad social y a cuyo reconocimiento remiten, forzoso es que el papel tradicional del realizador sea asimismo problematizado. Este ya no será concebido como el «artista» que persigue la innovación estética per se, o que busca inspiración en los vericuetos del patrimonio discursivo literario, teatral o cinematográfico; tampoco como el «fabricante» de películas contratado por la industria a destajo. El cineasta, sin resignar su papel de artista, deviene en un comunicador social informado sobre su contexto histórico, que asume los roles de investigador, pensador, antropólogo, sociólogo y, llegado el caso, de agitador político.


Le joli mai (1962), Chris Marker

Este descentramiento del cine con respecto a su propio campo adquiere un signo provocador que, necesariamente, ha de alterar las diversas dimensiones que vertebran la obra. Si en la dimensión artística ello se expresa en una deconstrucción de la dramaturgia tradicional y de los códigos consagrados por el cine-espectáculo, con la intención explícita de fundar una nueva estética y una nueva poética, en la informativa se «carga» al mensaje con todo lo que se sustrajo a la obra.

La desmesura no consiste ya en la pretensión naïf, de hacer del cine una copia fiel de la realidad, sino en la de convertirlo en una experiencia total; en un arma cuyos disparos hagan que, una vez descargada, el espectador y la sociedad ya no puedan volver a ser igual que antes.

La dramaticidad de la realidad, social o individual, revelada por el ojo inquisitivo de la cámara, debe golpear al espectador, sacarlo del apoltronamiento adormecedor de «la belleza» para arrojarlo a la vorágine de la vida, oscura, triste, sórdida, violenta, aunque no exenta de ternura y poesía, que transcurre más allá de la pantalla. Así como la obra pone al espectador ante la cruda realidad y lo hace responsable de sus opciones en relación con el mundo, también aspira a que la sociedad asuma una posición inconformista y mucho más exigente hacia el cine y el arte en general.

d) Cambios en los modos de producción

Los tres movimientos mencionados subvierten los modos de producción instituidos por la industria. Las películas se realizan fuera de los estudios, con bajos presupuestos, al margen del sistema de las estrellas, recurriendo a los mismos protagonistas de la vida real o bien a actores relativamente desconocidos, y la división del trabajo de los equipos artísticos y técnicos trastoca los roles cristalizados que imperan en aquella.

Como tantas veces sucediera en la historia del cine, algunos de estos realizadores, una vez probado el éxito de público de sus obras, son convocados por la industria –incluso la hollywoodense–, pero el cine de autor y el cine político pugnarán por mantenerse apegados a la tradición de los «nuevos cines», aun trabajando desde el seno de ella. Contradicción esta que atraviesa la producción posterior de muchos cineastas que dieran comienzo a aquellos movimientos, y que el neorrealismo intenta resolver al tomar posesión de la industria cinematográfica italiana de la posguerra. El crecimiento artístico que alcanza el movimiento se articula a una constelación de factores cinematográficos y extracinematográficos, y hace factible que esto suceda, al menos por un período. Entre dichos factores cabe mencionar la emergencia de un empresariado industrial nacional que se interesa por el cine, las inversiones de Hollywood en el cine de la península –impulsadas por las políticas proteccionistas del Estado italiano de la posguerra, que limitan la importación de películas–, la característica de escuela asumida por el neorrealismo, que impulsa la formación de guionistas, directores y técnicos, con la consecuente renovación generacional. Esta dinámica le permitirá dar un nuevo giro cuando las primeras señales deagotamiento se presenten. Otros dos aspectos merecen destacarse: la reflexión teórica sistemática que acompaña a la práctica cinematográfica y el profundo enraizamiento de su poética y su estética en la identidad cultural de las distintas regiones de Italia.

Estas experiencias permiten comprobar que el nivel conceptual y estético de los discursos es indisociable de sus modos de producción. Cuando la continuidad de la labor de los directores se traslada del contexto contra-institucional y contra-cultural del movimiento originario, al de la industria, las obras resultantes irán perdiendo la vitalidad de las que fueran fundadoras de cada corriente.

De este proceso de cambios surgen nuevos criterios de verosimilitud, aplicables al campo cinematográfico en general, así como nuevos verosímiles que amplían y enriquecen las posibilidades del lenguaje fílmico, e incentivan una mayor autonomía artística del cine.

Estos movimientos se desenvuelven en contextos de intensa crisis social, en la cual se manifiesta la emergencia de imaginarios en búsqueda de un nuevo régimen de verdad. Con el neorrealismo, el cine de autor de la nouvelle vague y los nuevos cines de los años sesenta, los invisibles lazos imagen-imaginario prueban, una vez más, su consistencia.


(1) Román Gubern, Historia del cine, t. I, Baber, Barcelona, España, 1992
(2) Ídem.
(3) Ídem.
(4) Ídem.
(5) Véase Susana Velleggia, La máquina de la mirada. Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano, Editorial Altamira, 2da. ed., Buenos Aires, 2008.
(6) Ídem.
(7) Thomas Guback, La industria internacional del cine, t. I, Editorial Fundamentos, Madrid, España, 1980.
(8) Ídem.
(9) Ídem.
(10) Ídem.
(11) Ídem.
(12) Este punto forma parte del capítulo II del libro La máquina de la mirada. Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano, ed. cit.