5 abr 2010

Jean-Luc Godard y el documental

Navegando entre dos aguas

por Domènec Font, Doctor en Ciencias de la Comunicación, director, productor y ensayista. Profesor titular de Teoría e Historia del Cine Moderno en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Su último libro es La última mirada. Testamentos fílmicos. En Revista Anàlisi 27, 2001 pág. 91-100
Uno.
Uno de los principales problemas del documental es que siempre remite al otro campo, al de la ficción. De hecho, no es más que a partir de ella, de su ausencia o de su demanda, que el documental impone su definición. O bien ejerce resistencias a la ficción novelesca en aras a una supuesta objetividad o bien la demanda para escapar al lado meramente didáctico que subyace en su etimología.
En un caso y en otro se construye sobre la convocatoria del campo ficcional, verdadero dogma de la institución cinematográfica. De ahí su condición de objet filmique mal identifié que le reconoce Guy Gauthier, uno de sus especialistas más renombrados (1).
La falta de territorio propio lleva al documental a inventarse nombres y a establecer distancias en relación con su objeto. Obsesionado tanto por las funciones que ha querido cumplir cuanto por la credibilidad que ha necesitado para sus proyectos, el cine documental ha querido asociarse a todo tipo de categorías. Algunas de estas afirmaciones de especificidad sólo remiten a su condición descriptiva tomando como partenaires las ciencias sociales, como el documental etnográfico, sociológico o político. Otras fórmulas, más dudosas, distribuyen la historia del documental según distintos patrones organizativos, como las cuatro modalidades que distingue Bill Nichols: documental expositivo (Grierson, Flaherty), documental de observación (Leacock, Pennebaker, Wisseman…), documental de interacción (Rouch, Émile d’Antonio) o documental reflexivo (de Dziga Vertov a Raul Ruiz) (2). Otras apelaciones que ponen el acento sobre la autenticidad han gozado de mayor aceptación, aunque no haya sido menor su imprudencia científica. Me refiero a las categorías "cine de la experiencia", "cine directo", cinéma du réel o cinema verité que tanto furor arrastraran en los años sesenta con todas las ambivalencias de las expresiones vaporosas que buscaban distinguirse del próximo antes que restituir unos objetivos precisos, por lo demás, definidos mediante una extraña pero poderosa convergencia entre el cine como medio técnico y como estado de espíritu (3).
Finalmente, no cabe olvidar expresiones de uso corriente, como el "docudrama", acomodado a la tendencia de la televisión de diluir las fronteras de los géneros sin atentar contra el poder consensual de la ficción, o como el "documental de creación", objetivo de la crítica para rehuir los mecanismos "perezosos" del documento tradicional afirmando el carácter artístico del documental y su condición de ejercicio de escritura personal. Fórmulas que se entrecruzan en las diferentes constelaciones documentales para evidenciar la fragilidad de todo inventario.
Los argumentos definitorios no han corrido mejor suerte. En el documental lo real se nos aparece transparente, sin mediación alguna, imponiendo sin discusión su verdad referencial. Lo que el film documental nos muestra debe estar desprovisto de toda manipulación (generalmente atribuida al ilusionismo ficcional) o, de haberla, debe estar al servicio de una mayor autenticidad referencial.
Toda posibilidad de lenguaje queda desechada por la transitividad informativa y disuasiva de los acontecimientos tomados en préstamo de la realidad.
Este formulario puede parecer hoy convencional (sobre todo en una época de exaltación del "directo" —filosofía CNN, para entendernos— que alimenta la celebración de un culto funerario de lo real y la definitiva virtualización del mundo), pero en otros tiempos fue considerado valor de ley, aun adoleciendo de graves problemas teóricos. En primer lugar, nos confronta con dos constructos de difícil reflexión, como la realidad (lo que el objetivo de la cámara capta, muestra o representa) y la verdad (la relación que se establece con esta realidad captada y que el dispositivo cinematográfico potencia). Se apoya, además, sobre la disyunción conjuntiva de dos términos, como real e imaginario, verdadero y falso, objetivo y subjetivo, que deben considerarse como contrarios cómplices o, en todo caso, que no existen uno sin el otro.
Finalmente, porque presume una mirada neutra que recorre las cosas asegurando su mostración objetiva. En el campo documental no solo se juega con un dispositivo de enunciación (a través de instancias como el comentario directo o la facultativa voz en off), sino que se vislumbra la mediación de una figura de autor. Prueba palmaria de ello es que la historia del documental, ampliamente surtida tanto a nivel diacrónico como sincrónico, está guiada por nombres propios y figuras de estilo, remarcables en sus diferencias, antes que por la recensión de los trabajos realizados.
Dos.
La oposición entre documental y ficción estructura toda la historia del cine yse renueva constantemente según las épocas. Pero es la modernidad que se abre paso en los sesenta coincidiendo con la eclosión de las "nuevas olas" europeas la que remueve la relación proclamando el deseo de un acceso "directo" al mundo frente a la relación artificiosa del espectáculo. En primera instancia, a través de la revolución del directo que, a finales de los años cincuenta y primeros de los sesenta, se enfrentará con unos equipos ligeros a la maquinaria costosa, pesada y artificial de la industria cinematográfica tradicional, en un intento de reconducir el cine hacia la simplicidad de sus inicios. En esa reivindicación de la "verdad" directa frente a la verosimilitud tributaria de la ficción, propagada fundamentalmente por operadores y etnólogos, hay posiciones notoriamente dispares. La confianza en la cámara y en la palabra no tienen la misma función en Rouch, Perrault o Leacock, artífices disciplinarios del cine como experiencia directa, del decir-verdad como creer-verdad, que en Chris Marker, para quien la vida ya es una forma de representación y las palabras y las imágenes sólo resisten una forma de subjetividad basada en la introspección y manipulación permanentes. De ahí se deduce un gesto cinematográfico notablemente distinto: subjetivo y radical en el autor de Sans Soleil (4); más adherido al reportaje televisivo que a la utopía vertoviana del cine-ojo en los otrora reconocidos representantes del cinéma-verité (5).
Pero la reivindicación documental no se expresa solamente en las experiencias del cine directo focalizado en el eje Canadá-Francia-USA. Buena parte del cine moderno de los años sesenta se sitúa en la transversalidad del eje ficción documental.
Naturalmente los territorios se siguen manteniendo en el seno de la institución cinematográfica y sus poderes económicos, pero las fronteras se desbordan a nivel teórico y estético. En el plano ontológico, en la medida que todo film de ficción está compuesto de fotogramas que le confieren, a través del movimiento y el tiempo, un grado suplementario de documentalidad (Chris Marker hizo de este juego de clichés fotográficos enfrentados a la inmovilidad de la representación el cortometraje de ciencia-ficción La Jetée) (6); en el proceso de significación en la medida que la credibilidad ficcional de un film depende en buena medida de la consistencia documental de sus imágenes (7). Y en el plano estético, ya que en esa posición del entredós, entre los "efectos de realidad" y los "efectos de ficción", nutridos ambos y no por separado de sistemas de creencia, persuasión y epistefilia, se encuentran los verdaderos modos de narración para interrogar al mundo.
Algunas de las ideas precisas que gravitan sobre la fuerza generacional de las "nuevas olas" y su irrupción contra el orden establecido se amparan en esta bipolarización de efectos. Me refiero a la potencialidad de la calle frente a la construcción del estudio, al tratamiento "verista" de los ambientes y los personajes, a la importancia de la improvisación y las fulguraciones de la vida contemporánea. Hay un marcado anclaje documental en el free cinema inglés, heredero en línea directa de la escuela documentalista de Grierson, Cavalcanti y Humprey Jennings, con su composición de geografías y hábitos sociales de la working class perdida en un brumoso y desolado paisaje industrial (espíritu y vigor documental que se perpetuará en los trabajos de Kean Loach o en las comedias sociales de Stephen Frears sobre los suburbios y la atmósfera multicultural de la sociedad británica).
Hay una pulsación documental en las cinematografías de los países del Este—Checoslovaquia, Polonia y Hungria, especialmente— que filtran el referente neorrealista con la inmovilidad fotográfica de los respectivos países y regímenes.
Y, desde luego, no se puede entender el fenómeno de la Nouvelle Vague y su onda de choque sin ese cuadro documental que permite el reconocimiento del fait divers y la pintura de atmósfera, con personajes y hábitos nuevos, descubriendo una geografía existencial (el localismo de París visto desde los tejados y las buhardillas, las bocanas de metros y los bistrots) con una luz esencialmente documental y desdramatizada y con un vocabulario de ideas, imágenes y ritmos universales. Es la explosión impresionista a que se refería Jacques Rivette para lavar la mirada con respecto al cine de estudio y descubrir la luz natural, la ciudad, como si de una sinfonía urbana se tratara. Filosofía que será el primero en llevar a la práctica con Paris nous appartienne (1958), convirtiendo la ciudad del Sena en un territorio fantástico, y a continuación con Celine et Julie vont en bateau (1974) y Pont du Nord (1980), dos extraordinarios ejercicios deambulatorios en torno a una geografía física y un laberinto mental. Y con él, Rohmer en Le signe du Lion, Varda en Cleo de 5 a 7, Marker en Le Joli Mai, Malle en Fuego Fatuo o Eustache en Le maman et la putain (1973). Sin olvidar, naturalmente, las audacias de Jacques Tati en Playtime y de Godard en Deux ou trois choses que je sais d’elle, realizadas ambas en 1966, a modo de inventario ensayístico entre gestualidades y voces inaudibles de una ciudad agujereada por la modernización del gobierno gaullista.
De ahí esa doble dimensión que registran buena parte de los films de la nueva ola: el lado natural, realista, documental, casi de reportaje, por un lado; la representación, el juego, la experimentación, por otro. Conjunción nada azarosa en un cine que pretende reflejar fragmentos de vida y trabajar los códigos, transitar entre la realidad y la puesta en escena reduciendo la tensión entre estos dos universos y al propio tiempo mostrando el carácter artificioso de ambos.
Puesta en escena y documental son los patrones que rigen la obra fílmica de Alain Resnais, desde sus primeras experiencias documentalistas hasta el choque de Hiroshima mon amour, la experiencia hipnótica de El año pasado en Marienbad, un "documental sobre los mecanismos de la seducción", según su propio autor, o el torbellino de Muriel ou le temps d’un retour (1963), película- experiencia organizada según trayectorias alrededor de la ciudad y en torno a la fragilidad del instante. Y desde luego se traduce en ese movimietno orbital de los cineastas post-nouvelle vague —Eustache, Garrel, Chantal Ackerman…—, representantes de un nouveau naturel que explora actitudes existenciales, aboga por un cine físico sobre el cuerpo y la palabra y reactiva la vida cotidiana y sus facultades insólitas.
Pero la coexistencia geológica del documental y la ficción dentro del cine moderno se ampara en otra idea de orden moral. Se trata de pasar de una estética de la composición, heredera del cine clásico, a una estética del registro de lo que pasa. La verdad no es un asunto vinculado al imaginario de la realidad (como ocurría en cierto modo con el neorrealismo), sino a la naturaleza invisible de lo real, que es todo aquello que falta y que se busca. Es lo que apreciaron Rivette en esa suerte de ideario de familia / retrato íntimo que es Viaggio in Italia, de Rossellini, o Bazin en ese diario filmado hecho de conversaciones interiores que es Lettre de Siberie, de Marker: dos ensayos seminales de la modernidad (8), marcadamente adosados a la imagen documental, en los que "la imagen no es más que el complemento de la idea que la provoca", por recuperar la afortunada frase de Godard a propósito de India de Rossellini. El film moderno se sitúa frente a lo aleatorio, reconvierte las contrariedades del rodaje en materia generativa que informa del proceso de trabajo, documenta las propias tensiones de la ficción como corresponde a un cine fragmentario, abierto a la intervención del espectador. Detrás de las situaciones puramente ópticas y sonoras a que hace referencia Gilles Deleuze para distinguirlas del sistema de acciones y reacciones del clasicismo, hay una videncia documental que se deposita tanto en la acción de mirar como en las geografías espaciales que la soportan.
De Rossellini a Bresson, de Ozu a Resnais, de Antonioni a Wenders y a Kiarostami hay toda una filiación del cine moderno que establece recorridos sonámbulos y eléctricos entre el horizonte documental y el universo de la ficción para descubrir los verdaderos poderes y afectos de las imágenes.
Tres.
El cine de Godard actualiza al mismo tiempo las dos dimensiones que trabajanel cine desde sus orígenes. Algunos de sus films del primer periodo parecen planteados para responder a esta suma de correspondencias, a juzgar por las persistentes declaraciones sobre los vaivenes y las contigüidades de los dos regímenes de la imagen (10). Queriendo "partir del documental para darle la verdad de la ficción", como precisaba en la época de "Vivre sa vie" (11), reconstruye el carácter reversible de los dos términos: buscando trabajar en uno se encuentra necesariamente con el otro a mitad del camino. Una heurística que, bajo categorías diversas, terminará invadiendo toda la obra godardiana desde sus primeros films hasta sus últimos ensayos, pasando por las emisiones de vídeo, dando un tono común a cada una de sus etapas (12).
Una de las primeras divisas godardianas en A bout de souffle y Le petit soldat es que el cineasta es también un "reportero de actualidades". Esto atañe al hombre del rodaje en condiciones y métodos similares a los de algunos documentalistas. Su cine, como buena parte de las películas de la Nouvelle Vague, es un cine de la experiencia cotidiana, que esboza arabescos efímeros sobre determinadas actitudes vitales sin necesidad de aportar respuestas definitivas a cada uno de los actos, que utiliza la actualidad de la televisión, los periódicos, la condiciones del florecimietno del fait divers para dar un hálito de fragilidad y viveza a sus propuestas contemporáneas y que desvela la realidad, con desenvoltura o interés, a través de minúsculos parámetros como los ruidos de la calle, las conversaciones sorprendidas al vuelo, la gente entrando y saliendo de los bistrots, poniendo un disco en los juke box o jugando a las máquinas tragaperras. La ficción —la historia, la diegesis— no es la única condición de legitimidad de este cine basado en pequeñas tranches de vie con el hálito existencial adosado a la cámara, de esa escritura espontánea dedicada a "registrar instantes y filmar series libres con todas sus contradicciones", como señalaba Jean Collet en la primera monografía sobre la obra godardiana publicada en 1963 (13). Solamente desde esta perspectiva se entiende que Godard haya definido sus primeras películas a partir de sus actores, como un documento de determinadas actitudes y gestos esenciales del presente: A bout de souffle sería un documental sobre Jean Seberg y Jean Paul Belmondo, Vivre sa vie se habría concebido como un seguimiento de Anna Karina y Le Mepris, como un documental sobre el cuerpo de Brigitte Bardot. Interés hacia el profílmico que remite también al gesto godardiano de explorar todas las posibilidades del plano y de los cuerpos alojados en su interior.
Naturalmente, el "reportaje" se conjuga con la mise-en-scène, el hombre del rodaje se encuentra con el hombre del montaje. Que se instala en la yuxtaposición y la discontinuidad, que juega con la combinatoria de los fragmentos para evitar todo seguimiento de las intrigas, que se interesa por el intervalo entre las imágenes en busca menos de la distancia que del misterio de lo latente, al igual que le interesaba menos describir a las personas que describir lo que hay entre ellas, como rezaba Belmondo en Pierrot le fou imitando la voz simiesca de Renoir en medio de un sembrado impresionista. Godard será, sin duda, el cineasta moderno que va a llegar más lejos en la búsqueda de un vocabulario propio en la conjunción entre espontaneidad y experimentación. Pulverizando todas las fronteras de la sintaxis fílmica —raccords, plano-contraplano, elipsis, miradas a cámara— violando la continuidad diegética de los relatos con la utilización formal de viñetas y cartoons, la exploración sistemática de los poderes de la cita, experimentando con el color y el sonido… Y, finalmente, dejando toda suerte de trazas imprevisibles en su recorrido.
Cuatro
En los años ochenta, tras los paréntesis del documental militante con el grupo Dziga Vertov y los primeros encargos pedagógicos para televisión (Numero Deux, Comment ça va, France tour/detour deux Enfants…), el cine de Godard se abre a un continente nuevo en el que impera la interrogación, lo negativo, la repetición y la dislocación. Las asincronías se amontonan al igual que las citas, los caprichos y las ideas, para dar cuenta del encuentro cada vez más improbable entre el real y el cine desde el espacio atópico de la frontera entre la ontología y el lenguaje (14).
Los personajes se conjugan en sus contradicciones, pero lo hacen al ralentí, como esa extraña pareja formada por Paul Godard (Jacques Dutronc) y Denise Rimbaud (Nathalie Baye), movidos entre espasmos hacia un enlace más violento que amoroso en Sauve qui peut (la vie) (1979). Las historias se desmoronan en una cadena de monólogos, divagaciones o simples apuntes argumentales que se quedan en suspenso sin cuajar en una historia por más que se reclame a gritos como hace el desesperado productor de Passion (1981).
Los cuerpos y las palabras ya no reposan en los intersticios de las series de imágenes, sino que se dislocan como los sonidos y los cuartetos de Betthoven de Prenom Carmen (1982). Y la interrogación se superpone a la composición de los planos como en los movimientos de cámara que dibujan la villa de Lausanna buscando algo entre el cielo, la tierra y los colores en Lettre a Freddy Buache (1982), los vaivenes de figurantes para reconstruir en estudio imposibles tableaux vivants en Passion o las preguntas sobre el ángulo y la distancia justas para filmar la Virgen (preguntas, por cierto, nada baladís habida cuenta que se trata de filmar lo infilmable) en Je vous salue Marie (1983).
Se diría que en todos estos casos Godard se abandona a un tartamudeo entre fragmentos, una suerte de indecisión y de deriva que no quiere plegarse a un orden y menos a conclusiones definitivas de cualquier índole. En el cine godardiano de los ochenta impera la discontinuidad que, como bien señalaba Blanchot —guía iluminador del desorden godardiano—, es la única respiraciónposible del discurso (15). Un discurso sobre la imagen, sobre su fabricación (en su doble condición de proceso manual y gesto creativo), pero también sobre el lugar y los modos de captarla. Una suerte de divagación sobre lo visible y lo invisible, la palabra y las cosas, sobre el ejercicio del pensamiento a través de las formas.
Esa recapitulación godardiana en línea con el ensayo (ensayos filmados de advocación claramente analítica junto con diarios y carnets de notas sobre formas-haiku) no encuentra fácil adscripción en el mapa tradicional del cine, como bien ha rastreado Alain Bengala en sus brillantes análisis de la obra godardiana a partir de los años ochenta (16). El único referente común a todos estos films, en el supuesto de que haya que buscarle alguno, es el trabajo de creación manual y alquímico que anida entre sus imágenes como un valor filosóficamente demostrativo a la par que poético. Ahí aparece en primera instancia el Godard del montaje que en soledad y en libertad compone y estructura musicalmente sus pedazos, que planifica sus films y la manera como hay que repensarlos partiendo de la reserva virtual que anida en sus imágenes (17). El ensayo como elección de una distancia de la mirada y del cuerpo, como ejercicio de sí en el pensamiento, en línea con las ideas de Wittgenstein y de Foucault, dos singulares y fulgurantes faros de las experiencias godardianas más recientes (JLG/JLG, Histoire(s) du cinema).
Para muchos de sus exégetas, los trabajos de Godard desde Sauve qui peut la vie, film recapitulador, hasta los "diarios" documentales sobre el presente For Ever Mozart, vagamente inspirado en el Libro do desasosiego de Pessoa (que quiere hablar claramente de la guerra de Yugoslavia sin atravesar fronteras) y Allemagne neuf zero (que quiere hablar de soledades atravesando las fronteras de las dos Alemanias) son como obras adosadas a una autobiografía. El monumental proyecto introspectivo de las Histoire(s) du cinema, vendría a contribuir a ello. Recurriendo a fragmentos de films, citas, músicas y sonidos que han gobernado la produción godardiana de los últimos decenios, buscando el punto de encuentro entre la imagen maquínica y la imagen fantasmal, Godard vuelve la vista atrás para rebuscar en el pasado del siglo, del cine y en el suyo propio.
Y lo hace con ese ojo interior precipitado hacia el deseo de escritura que marca la producción de subjetividad moderna.
Pero la escritura del yo en el cine de la modernidad es un género muy laxo que encubre categorías y programas diferentes y no pocas advocaciones narcisistas.Fellini, Bergman y Wenders han jugado con la autobiografía fílmica buceando en las paradojas de la creación a través de experiencias diversas de su paisaje personal. La idea de Godard, sin embargo, parece más encajada entre el diario filmado y el autorretrato, modos de evocación que no precisan de eje narrativo alguno tratándose de una divagación imaginaria por lugares múltiples.
Puede que su propuesta resulte irritante para algunos, pero está regida por la violencia de la subjetividad como toda experiencia desmesurada. Es cierto quesus conjeturas no siempre consiguen rehuir el capricho sofístico y sus silogismos asuman en ocasiones formulaciones insólitas y hasta contradictorias, pero es la constelación de ideas, propias y ajenas, lo que termina importando en esta rigurosa y sublime "poética del pasado", donde la gravidez crepuscularcombina con la commedie d’esprit, el pensamiento melancólico, con la ironíade una consciencia extrema inmunizada contra las estrecheces y desfiguraciones de un pathos intransigente (18). La travesía mental por la condición órfica del cine que nos propone Godard en sus Histoire(s) du cinéma se acoge al sentimiento del luto, pero también a la fe reminiscente, como corresponde a todo work in progress guiado por la diligencia del espíritu. Uno puede navegar a través de este arabesco continuo —y la metáfora náutica no es arriesgada para un cineasta como Godard y singularmente para el programa videográfico de las Histoire(s) du cinéma, que encuentra en el naufragio del poeta Virgilio, según Herman Broch, su verdadero cuaderno de bitácora19— como en una página en blanco de la memoria. Y encontrarse con una poderosísima historia de fantasmas que convoca los afectos y las ideas y que en su permanente deriva termina traduciendo la verdadera dimensión humana con todos sus enigmas.