21 mar 2012

Arquitecturas invisibles - Juan Antonio García Borrero

Juan Antonio García Borrero es autor de los libros ¿Quién le pone el cascabel al Oscar?, Guía critica del cine cubano de ficción, La edad de la herejía y Rehenes de la sombra.

Tomado de http://www.elojoquepiensa.udg.mx/espanol/numero07/



1. Suele citarse con bastante frecuencia esa frase de Marshall McLuhan que define a la película como "una ciudad fantasma poblada de falsas apariencias". De ser cierta esa condición inefable del filme, la certidumbre de que todo cine es pura ilusión, y no más que una ilusión, pudiera conducirnos a una conclusión más bien frustrante: una película es una imponente catedral de acontecimientos importantes... que nunca han existido ni existirán. A su vez, ello habría de acarrearnos una nueva y paradójica interrogante: ¿es posible que sea irreal algo que, a lo largo de un siglo, ya ha pasado a formar parte tangible de mucho más que el imaginario colectivo de las últimas generaciones? Luego, se es o no se es; y si las películas hoy existen, es porque fueron construidas sobre cimientos necesariamente palpables o al menos apreciables (llámese guión, iluminación, movimientos de cámara, sonidos o actuaciones), algo sobre lo que han llamado la atención David Bordwell y Kristin Thompson cuando escriben:
Si lo pensamos seriamente, deberemos admitir que las películas son como edificios, libros o sinfonías: objetos creados por los seres humanos para fines humanos. Sin embargo, como parte de un público que ve una película particularmente fascinante, puede resultarnos difícil recordar que lo que estamos viendo no es un objeto natural, como una flor o un asteroide. El cine es tan cautivador que tendemos a olvidar que las películas se hacen.
Alrededor de este involuntario olvido, han germinado no pocos equívocos, y ansias de establecer verdades inmutables sobre los valores intrínsecos de tal o cual filme. Es posible que todo ello fuera mucho más sencillo de entender, si asumiéramos que una cosa es el filme en sí, apreciado como un absoluto que al ser proyectado no permite enmienda alguna, y otra, lo que ese filme y la arquitectura invisible que lo conforma, provoca con su apariencia (jamás su esencia) en nuestros sentidos.
 
2.
Los hombres siempre tendremos que hablar de las películas a partir de la impresión que causan en nosotros, y esto por una razón de fuerza mayor: nuestra mente es incapaz de captar los nexos más profundos que posibilitan que un filme, llegado el momento de su apreciación, se represente ante nuestra mirada de esta forma y no de otra. Tampoco aquí escapamos del fenomenismo sugerido hace buen tiempo por Hume. Vemos a un personaje que supuestamente recita un parlamento escrito por un guionista, y cuya mirada el fotógrafo ha querido resaltar en primerísimo plano, pero no vemos en qué momento el editor prefirió truncar el zoom por razones de ritmo, o sencillamente descartar aquella toma en contrapicada que tanto ilusionaba al camarógrafo. Al espectador (mucho menos al historiador o crítico más exigente) no le importará el caos fílmico del cual ha surgido el cosmos visible; quiero decir, no le importará el tormento del guionista con la traición que ha hecho el director de su texto, o los gritos de ira del fotógrafo cuando descubre aterrado el planicidio; lo que interesa es el efecto en pantalla, y ese efecto será múltiple, impredecible y casi infinito: dependerá ya no sólo del espectador, sino también de los momentos sucesivos que vive individualmente ese espectador. Incapaz de conocer las películas en sí, el espectador sólo podrá hablar de lo que ellas provocan en él, dato por demás poco confiable, pues se ha podido comprobar que un mismo filme, visto en momentos distintos, origina impresiones diversas y hasta encontradas en un mismo sujeto. Las preguntas entonces serían estas: ¿un filme llega ya construido a nosotros o en verdad lo comenzamos a construir en nuestro primer encuentro en pantalla?, ¿dónde está la verdadera arquitectura del filme? ¿en el universo que los realizadores comentan a la prensa que han construido o en el cosmos que el espectador configura desde su butaca? Si nos guiamos por las evidencias, pareciera que las películas nunca son lo que simulan ser, sino lo que nuestra mente decide que sean ellas, con lo cual se pone en entredicho la identidad del verdadero arquitecto del filme.

3.
Con todo y mi escepticismo crónico, sé que la "construcción de un filme", si se quiere perdurable, ha de responder a las mismas condiciones que Vitrubio comentara en la Roma precristiana, con relación a la arquitectura convencional: firmitas, utilitas, venustas (resistencia, funcionalidad y belleza). Por lo general, los filmes todavía suelen construirse en función de, y como resultado, la belleza se confunde con la ganancia, mientras que por resistencia se entiende el simple apego al modelo hegemónico o predominante, ese que ante todo garantiza el respaldo crítico de una mayoría. En uno de los artículos más famosos de Alexandre Astruc, publicado en 1948 en la revista L'Ecran Francais, puede leerse lo siguiente:
Hay que entender que hasta ahora el cine sólo ha sido un espectáculo, cosa que obedece exactamente al hecho de que todos los filmes se proyectan en unas salas. Pero con el desarrollo del 16 mm y de la televisión, se acerca el día en que cada cual tendrá en su casa unos aparatos de proyección e irá a alquilar al librero de la esquina unos filmes escritos sobre cualquier tema y sobre cualquier forma, tanto crítica literaria o novela como ensayo sobre las matemáticas, historia, divulgación, etc. Entonces ya no podremos hablar de un cine. Habrá unos cines como hay ahora unas literaturas, pues el cine, al igual que la literatura, antes de ser un arte especial, es un lenguaje que puede expresar cualquier sector del pensamiento.
Como todo pensador incómodo, Astruc intentaba anticiparse a lo que el sentido común de su época consideraba como lo "normal", deslizando un punto de vista embriagado de profecías (las mismas que el nuevo siglo, con la apoteosis de los medios de comunicación electrónicos y digitales, hoy confirmadas se ven todos los días. Pero si bien los espacios para ver el cine se han modificado de una manera ciertamente insospechada, el lenguaje utilizado en la construcción de ese cine sigue siendo, lamentablemente, el mismo que en los años treinta alcanzara, sobre todo gracias a Hollywood, el estatus de institucional. Desde entonces, el rasero utilizado por el público y también por una parte de la crítica para evaluar la calidad en "la construcción de un filme", ha partido casi siempre de una petición de principio: esa que pregona que un buen filme sólo es posible construirlo utilizando el lenguaje de Hollywood y sucedáneos.
 
4.
Me atrevería a jurar que la historia más reciente del cine ha sido la - de los esfuerzos de ciertos realizadores por refutar esa idea. Entre esos cineastas están los latinoamericanos, si bien aclaro que con el esfuerzo no creo que pretenda la supresión de un lenguaje que, antes de cosificarse y convertirse en una pasarela interminable de lugares comunes, supo legar a la cultura audiovisual del mundo títulos que siguen resultando hoy referencias insoslayables. Con Ticio Escobar, más bien creo que "cuestionar la dependencia no es demonizar lo ajeno sino interceptarlo y seleccionar lo que sirve a los proyectos propios" (1). En todo caso, la intención debería estar encaminada a hacer ver que, además de ese modelo de representación existen otros: ni superiores ni inferiores, sólo auténticamente distintos. No fue hasta los años cincuenta que el cine latinoamericano comenzó a tomar conciencia colectiva de su otredad, con lo cual ingresaría en esa Historia (con mayúscula) donde un filme ya no es un simple filme, sino antes la huella de un forcejeo espiritual colectivo, que expresa hasta por omisión determinados valores o expectativas sociales. Antes de los cincuenta, Latinoamérica contaba con los casos aislados de Fernando de Fuentes (Vámonos con Pancho Villa, 1935) o Emilio Fernández (María Candelaria, 1944) en México, o de Mario Peixoto (Límite, 1929) y Humberto Mauro (Ganga Bruta, 1933) en Brasil, o de Mario Soffici (Viento norte, 1937) y Lucas Demare (La guerra gaucha, 1942) en Argentina, o Ramón Peón (La Virgen de la Caridad, 1930) en Cuba, por citar sólo algunos, pero amén de un número más bien exiguo de realizadores (si se compara con el que integra a las grandes industrias), podía apreciarse una absoluta desarticulación interna. Es a partir de los cincuenta, y de la ya mítica escuela de Santa Fe, que el cine latinoamericano adquiere una personalidad o una imagen específica y al mismo tiempo universal, apoyado en dos términos que todavía se suelen reiterar con sospechosa altisonancia: novedad y latinoamericanidad.
 
5.
La cimentación de ese "nuevo cine latinoamericano" como imagen o símbolo colectivo, devino la misión artística más coherente dentro de un proceso de cambios socioculturales que en esa época se ensayaban en la región. La fecha demandaba la construcción de un imaginario verdaderamente acorde a los reclamos más prácticos y urgentes, y el cinema novo, el cine imperfecto de García Espinosa o las películas de Solanas, Getino, Littin o Sanjinés, para mencionar apenas una zona, cumplieron a cabalidad ese rol. En tal sentido, no resulta una desmesura afirmar que en la historia cultural más reciente de Latinoamérica, la irrupción de ese cine que se impuso en las pantallas del mundo, ha de figurar como uno de los hechos más renovadores engendrados en el continente. A despecho de quienes en un principio lo llamaban a secas "cine político", como otro modo de restarle importancia "artística", este conjunto de películas (diversas entre sí) se propuso el diseño de un imaginario que buscaba conciliar (no siempre lográndolo, pero al menos intentándolo) lo simbólico con lo real, la ficción con el documento, lo local con lo universal, lo social con lo individual. Hoy, más allá de los múltiples estilos, es posible reconocer los rasgos comunes propiciados por un modo de producción donde la escasez de recursos, el distanciamiento premeditado de lo espectacular, propició al mismo tiempo una "imagen" que no quería tanto parecerse entre sí, como distinguirse de aquella de cosmético vendida por el cine hegemónico. Todo esto ha quedado muy claro: lo que ya no resulta tan evidente es de qué manera se está construyendo en los momentos actuales esa prístina novedad y latinoamericanidad.
 
6.
No abundan los textos especulativos, esos donde más allá de la justificada preocupación por la suerte financiera e ideológica de una utopía que ahora mismo parece confiscada, pueda detectarse el análisis discursivo d entro de esa producción. Uno de los pocos que conozco lo ha firmado recientemente ese perseverante estudioso del cine de la región llamado Jorge Ruffinelli; y en uno de sus segmentos puede leerse:
Una de las transformaciones más importantes del cine de los noventa respecto al Nuevo Cine Latinoamericano de los sesenta es el redescubrimiento del personaje individual y la dimensión individual de la experiencia. El gran predominio de la urgencia político-social del "Nuevo cine latinoamericano" de los sesenta había tenido como resultado estético y representacional una marca de identidad: la tendencia a la paulatina desaparición del individuo como personaje; el colectivo, las masas lo sustituyeron. Respondía a una lectura simplista del marxismo: la historia la hacen los pueblos, no los individuos. La consecuencia estética fue el plano general, los movimientos de masa como protagonistas. El rostro del individuo fue sustituido por los rostros colectivos del pueblo, las masas, la colectividad, las clases sociales. (2)
El cine latinoamericano, en efecto, necesita de estos exámenes en torno a sus maneras de "construirse". Muchas preguntas aún esperan ser formuladas, y una de ellas pudiera ser esta: ¿cómo opera entre nosotros eso que Bazin nombró "la construcción de la imagen"? ¿Acaso por acumulación aleatoria?, ¿o en realidad nuestros creadores se proponen ab origen un guión, una fotografía, un montaje o un sonido típicamente latinoamericano? Más allá del contexto espacial único que genera cada una de nuestras películas, ¿existirá algún rasgo común en los estilos de Arturo Ripstein y Tomás Gutiérrez Alea?, ¿o en los de Humberto Solás y Fernando Solanas?, ¿o en Nelson Pereira dos Santos y Jorge Sanjinés?, ¿en Paul Leduc y Francisco Lombardi?, ¿en Glauber Rocha y León Hirszman?, ¿en Carlos Diegues y Silvio Caiozzi?, ¿en Jaime Humberto Hermosillo y Julio García Espinosa? Y aún más, ¿existirá una verdadera continuidad estilística entre películas latinoamericanas recientes como Y tu mamá también o Esperando al Mesías y los grandes "clásicos" del continente, o en realidad lo que se aprecia es una premeditada distancia, que es otra manera de seguir siendo parte de aquello así sea por negación?
 
7.
Como toda arquitectura fílmica, la latinoamericana es evidente que responde a una multiplicidad de factores imposible de estudiar en tan breves cuartillas. Lamentablemente no contamos todavía con una teoría convincente capaz de argumentar con hondura "lo específicamente latinoamericano" en nuestro cine. Por muy buenas razones que animen a aquellos que hablan de "la gran patria fílmica" del continente, ello no basta para probar una hipotética entidad; ni siquiera en lo idiomático, pues no pocas veces tengo la impresión de que buena parte del cine latinoamericano debería subtitularse, para ver si de esta forma, los cubanos entendemos mejor de qué hablan con tanto dramatismo los argentinos, y los mexicanos a su vez, puedan entender de qué nos reímos los cubanos cuando intentamos poner en pantalla lo que en la isla se conoce como el choteo. La utopía fílmica de los sesenta respondía a una estética de la euforia coral, y allí están para recordárnosla esos filmes construidos a partir de rebuscados planos generales que filmaban la Historia, cual si se tratara de un inmenso e impersonal relato, cuyo final feliz, a pesar de todo, se intuía en el porvenir. En cambio, el cine latinoamericano que más está aportando ahora mismo a su renovación, y que no necesariamente tiene que ver con la edad de sus autores (el Ripstein de Profundo carmesí o el Fons de de El callejón de los milagros parecen tan jóvenes como el Alejandro González de Amores perros) nos están devolviendo al individuo, enfrentado a los mismos sinsabores de antaño, empeñado en soñar un mundo mejor, pero no desde la utopía que le diseña un tercero ajeno a su persona, sino desde su aspiración más íntima. Este nuevo enfoque humanístico ya está exigiendo también nuevas estrategias estéticas: de hecho, los guionistas andan más que ocupados en descubrir los conflictos íntimos o casi cotidianos del hombre común, ese animal breve que se sabe finito pero irremplazable, y que por ello mismo, también se adivina más importante que el más importante de los proyectos colectivos anunciados en cualquiera de las vidas que se nos conceda. Lo conocen nuestros cineastas más inquietos: la vida es la suma de nuestras finitudes y eternas mutaciones, por lo que no resultaría extraño que un día de estos alguien se nos aparezca con una película titulada Cien años de brevedad o algo así.
 
8.
El cine latinoamericano no necesita narrar la Historia, sino en todo caso las historias. No tengo nada personal contra "los grandes historiadores", pero a veces me asalta la certeza de que estos son hombres que, pese a llegar generalmente tarde al lugar de los hechos, han conseguido especializarse en hablar de los mismos como si hubieran estado presentes. De allí las bochornosamente sistemáticas enmiendas de aquello que han relatado, el insoportable bamboleo de sus opiniones en la medida que se enteran de nuevas cosas, y hasta el origen de aquella frase lapidaria de Aldous Huxley: "Quizás la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia". Nuestro cine puede ser igual de pretencioso, pero en otro sentido: en el imaginativo, no en el historicista. Y es allí donde veo la importancia de que recuperemos el hábito de escrutar en nuestras formas de narrar y representar fílmicamente esa realidad que nos contiene (y rebasa). A pesar de compartir una misma cultura, un mismo idioma y una misma posición de dependencia económica, el cine latinoamericano no puede darse el lujo de estimular una producción que sólo le interese a sus vecinos de espacio y tiempo; todo lo contrario, es preciso obtener conciencia de cuáles pueden ser sus principales resortes comunicativos en un plano mucho más universal. El hecho de que películas como Estación Central, Amores perros, Taxi para tres o El hijo de la novia hayan obtenido una resonancia que va más allá de nuestro contexto puede ser un buen síntoma, pero se sabe que no basta todavía para hablar de sutilezas y altitud en nuestra escritura fílmica, tal como la demandaba Astruc.
 
9.
Según Louis Delluc en la temprana década del veinte, el cine "nada más descubrir en él una posibilidad de belleza, se ha hecho de todo para atosigarlo y recargarlo en lugar de tender hacia una mayor simplicidad. Nuestras mejores películas son a veces espantosas por obedecer a un exceso de conciencia laboriosa y artificiosa". (3) De hecho, el cine (para algunos el resultado bastardo de las relaciones promiscuas del teatro, la fotografía y la literatura) aún no ha logrado ese nivel de sutileza idóneo, y su eficacia sigue dependiendo de la fotogenia más escandalosa. En Latinoamérica, donde las frecuentes imágenes de maquillaje que pasan por las televisoras del primer mundo apenas tienen que ver con el testimonio de un subdesarrollo que supera (en cuanto a tragicidad) los estereotipos con que suele mirarse nuestra pobreza, algunos cineastas siguen pensando que realismo es igual a naturalismo, o bien el otro extremo, que el simbolismo poético es lo que mejor nos hará quedar en la memoria de quienes llegarán después. En ambos casos, lo que pudiéramos llamar "la sinceridad del texto" parece traicionada con una finalidad extra-artística, casi mesiánica, aunque quizás esté influyendo también esta nueva edad que vive la humanidad, y que habría que llamar "la edad del audiovisual", donde hasta nuestra existencia parece haber sido convertida en un video clip interminable, suerte de sucesión azarosa de acontecimientos no planificables. ¿Por qué abunda hoy en el cine latinoamericano el filme episódico y/o coral?, ¿acaso sólo razones de producción?, ¿moda narrativa que pronto se agotará? ¿o será que Amores perros, El callejón de los milagros, El chacotero sentimental, entre otros, se nutren de esa nueva sensibilidad fragmentada y fragmentaria ella misma que hoy sacude al planeta, incluyendo a ese que, para parafrasear a Reinaldo Arenas, nombran Tercer Mundo porque no han inventado el Cuarto?
 
10.
Comparada con la imaginación del hombre primitivo, la nuestra tiene indiscutibles ventajas, pero también graves inconvenientes. En el hombre moderno hay un exceso de memoria, y ello, lejos de estimular la libre evocación de hechos jamás experimentados, se impone como una suerte de lastre a través del cual, y con el pretexto del homenaje y la reverencia a lo que el ser humano ya ha conquistado, impide el flujo espontáneo de ideas novedosas. Nos empeñamos en recordar y festejar tanto el pasado que no tenemos tiempo de pensar en el futuro. Supongo que el "nuevo cine latinoamericano" (el "viejo-nuevo cine latinoamericano") sea otro acontecimiento histórico a superar por la imaginación, sin que por ello tenga que ser expulsado de la memoria colectiva. Como todo lo histórico, su existencia aún tiene un indiscutible valor, mas su mayor valía habría que buscarla en la capacidad de tránsito; en su posibilidad de ser al mismo tiempo, fruto y semilla. Testimonio del presente y pregón del futuro. Camino, pero nunca meta última. ¿Cuál habría de ser el sostén ontológico de una nueva arquitectura fílmica latinoamericana? He allí una interrogante que, más que respuestas, demanda oportunidades para plantearla con seriedad y sobre todo mesura, pues América Latina, con su gran fardo de problemas sociales no superados (más bien agravados), y sus endebles industrias cinematográficas, apenas sí ha tenido tiempo de aprovechar los medios para llamar la atención sobre ella. Mas, si como decía Aristóteles, el arte está llamado a contar a los hombres no lo que fue sino lo que podría ser, deviene urgente para el nuevo cine latinoamericano (el que vendrá) entender que su gran rol no consiste en sustituir al periodista, ni convertir a la pantalla en una crónica más de "la realidad latinoamericana". Nuestros grandes arquitectos fílmicos, esos que han sido capaces de crear y recrear sus propios universos cinematográficos, jamás se han preocupado porque en cada plano se adivine a ultranza que se trata de la Latinoamérica sufrida: antes han operado con las convenciones del lenguaje fílmico universal. Y lo han aprovechado para al final construir formidables catedrales icónicas que hablan de lo global desde un espacio específico, de lo perdurable partiendo del devenir, y siempre atendiendo a aquellas tres reglas dictadas por Vitrubio en la antigüedad: firmitas, utilitas, venustas.

(1) "Postmodernismo/ Precapitalismo", Revista Casa de las Américas, Núm. 168, La Habana, Cuba, p. 14.
(2) "El nuevo nuevo cine latinoamerican"o, Revista Nuevo Cine Latinoamericano, Núm. 3, Invierno 2001, p. 36.
(3) Fotogenia, Editions de Brunoff, París, 1920.

Juan Antonio García Borrero es autor de los libros ¿Quién le pone el cascabel al Oscar?, Guía critica del cine cubano de ficción, La edad de la herejía y Rehenes de la sombra.

Tomado de http://www.elojoquepiensa.udg.mx/espanol/numero07/