29 abr 2012

Somos una estética inconclusa. Entrevista a Miguel Littín


Tomado de REVISTA CINE CUBANO ON LINE (ICAIC) Nº 13
Entrevista por Sandra del Valle Casals


Querido Littín, me gustaría que comenzáramos conversando del pasado para pensar nuestro presente. El movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano no fue solo un acontecimiento cinematográfico sino también ideológico, político, cultural, que aportó una imagen propia, de nosotros mismos, los latinoamericanos; pero también produjo un pensamiento propio. ¿Se puede seguir hablando hoy de un movimiento de cine latinoamericano y de la existencia de un pensamiento que desde el cine tenga una dimensión cultural y de compromiso social?

Sin dudas, ese Nuevo Cine Latinoamericano surge a la luz de grandes acontecimientos históricos, políticos, sociales, y nace ligado al destino de hombres y mujeres que luchan en este continente, y por eso lo llamamos nuevo, porque nuestro encuadre, nuestra forma de filmar era nueva de la misma manera en que el hombre lo era, que la mujer estaba renovándose constantemente en su rebeldía, y al afrontar la sociedad para cambiarla y transformarla, el hombre entra en la dialéctica de la historia.


Hay una diferencia entre el hombre pasivo, que solo discute o reclama y se queja, al hombre que es activo y pasa a ser sujeto de la historia porque quiere cambiarla y transformarla. Consecuentes con esa reflexión es que llegamos necesariamente a definiciones estéticas: se habló de la estética del hambre, la estética de la ira, la estética imperfecta (lúcido ensayo de quien es uno de los más brillantes teóricos del cine latinoamericano: Julio García-Espinosa), de los movimientos ligados a las definiciones literarias, como el realismo mágico de García Márquez –o lo que Carpentier llamó lo real maravilloso–, del creacionismo de Huidobro, de la épica de Neruda, de la mirada aparentemente opuesta de Borges cósmica, luciferina, epicúreo de Lezama, de las curvaturas de Niemeyer. Es decir, no podemos pensar en cine sin relacionarlo con los demás movimientos del arte, la poesía, la pintura, la arquitectura. Hay una gran influencia de la realidad, pero también del muralismo mexicano: Orozco, Siqueiros, Rivera, que cuentan la historia de América Latina a un solo golpe de ojo como un gran mural. En consecuencia, muchas películas de esa época son horizontales, narran a grandes trazos, sin profundizar psicológicamente en las razones del individuo, más bien se refieren a la gran estética masiva. También ese cine estuvo influenciado por la música, por los grandes músicos clásicos latinoamericanos: Villalobos, Chávez, Pérez-Cotapos, Violeta Parra y la trova cubana.

Lo que le da esa fuerza y ese vigor es el compromiso con los grandes movimientos sociales que son nuevos porque se enfrentan a un orden conservador y dependiente en lo socioeconómico y por lo tanto cultural, entendiendo la cultura como dice Ortega y Gasset, un fenómeno de conductas cotidianas que van desde «el amor a la cocina». Por lo tanto surge una estética nueva que tiene tanto que ver con la suntuosidad de Humberto Solás, por ejemplo, o el ojo crítico de Gutiérrez Alea, o la desmesura de Glauber Rocha, el ascetismo de Nelson Pereira dos Santos, la incorporación del cosmo indígena de Sanjinés, el naturalismo de Fernando Birri, pero, asimismo, con la espontaneidad, la fuerza y el vigor de Santiago Álvarez, que va cámara en mano recogiendo fragmentos, trazos y signos de la historia. Surge entonces lo que debería llamar la estética inconclusa, porque como resultado de estos grandes movimientos y transformaciones el cineasta no alcanza a narrar todo lo que quisiera. Los filmes son entonces fragmentos de las situaciones epopéyicas que se viven, y es nuevo en la misma medida en que está comprometido con el hombre.

La historia cambia y se transforma porque hay la voluntad de un hombre, un individuo o un grupo humano que toma la decisión de revolucionarla, de transformarla; como resultado, el cine ligado a la lucha, al enfrentamiento de fuerzas contrapuestas, al destino del hombre en definitiva, estará siempre transformándose en sí mismo.

A veces da la sensación de que el cine latinoamericano ha llegado ya a la cumbre, y cuando llega a la cumbre se produce lo que en el mito de Sísifo en la tragedia griega, que cae nuevamente el peñasco, y hay que volver a subir y recomenzar, porque somos parte también de una historia que no ha concluido, una historia inconclusa, de grandes ciclos históricos en América Latina que nunca lograron cerrarse: la época precolombina, la época de la colonia, la época de la independencia, el modernismo, el posmodernismo, así como paradojalmente ni el capitalismo ni el socialismo utópico o real han llegado a serlo verdaderamente.

Vivimos cruzados por una historia inconclusa, y de allí viene en consecuencia la actitud del artista latinoamericano que mira la realidad intemporal de los ciclos y fenómenos históricos abiertos con ojos deslumbrados, desmesurados, frente a un tiempo que advierte y que reconoce como su esencia matriz pero que no termina de comprender por qué no finalizan; una espiral violenta, vertiginosa: la espiral de la historia. En la misma medida en que el cineasta tenga la decisión y la audacia, aunque no la comprenda cabalmente, de sumergirse en esa espiral y ser parte de ese movimiento, siempre estará renovándose y correrá por lo tanto el riesgo de equivocarse; parece ser parte de nuestro destino. Pero, ¿acaso no afirmó Whitman que nadie puede calificar las posibilidades del atleta antes de comenzar la carrera?

¿Qué es hoy el cine latinoamericano? ¿Cómo podemos definirlo? ¿Cuáles son, si se pueden establecer, las continuidades y rupturas con el movimiento fundador?

Yo creo que hay una continuidad, una continuidad llena de rupturas, porque hablamos de ciclos que son inconclusos y en la misma medida que se sigue desarrollando, abriendo, alzando la espiral hacia un lugar del espacio, continúa contribuyendo y agregando cosas nuevas, diferentes, distintas, a esa mirada horizontal, primigenia. Se advierte ahora una mirada más centrada en el hombre y su destino, preocupada mucho más por el individuo que por lo masivo; es decir, nosotros que no tenemos padre, nos encontramos hoy con Freud y Jung, curioso fenómeno que puede advertirse en los nuevos filmes de la generación más joven.

Yo diría que cada película es una ruptura. Cuando hay una película de autor, cuando hay alguien que está mirando la realidad, que está dando un punto de vista, que crea una situación, una atmósfera, está rompiendo con lo anterior y se está abriendo hacia un nuevo movimiento. De ahí que uno hace una propuesta a la vida y la vida le responde, y la síntesis es lo que se proyecta en la pantalla: ese momento de capturar un instante de la vida, detener un momento el tiempo y dejarlo para siempre. No se trata con un ánimo rupturista de anular el anterior, porque es imposible negarlo. Deambulamos de tiempo en tiempo, de espacio en espacio, y hay algo que marca a los latinoamericanos del siglo pasado y de este siglo: la orfandad, la búsqueda incesante de la identidad, ¿qué somos, qué fuimos, qué seremos?

América Latina es un continente de grandes creadores desde los tiempos inmemoriales. Desde que se tiene memoria existen grandes narradores, los narradores de la conquista de América describieron este mundo latinoamericano con ojos desmesurados porque vieron los cielos más vastos del orbe, las montañas más elevadas, los ríos más caudalosos y, en consecuencia, le contaban a su rey lo que ellos querían ver –ser, en definitiva– transformándose el porquerizo en señor de un nuevo mundo, sin atreverse, empero, a romper con el orden vertical de la Edad Media, buscando ávidos el reconocimiento del poder lejano; nuevas visiones larvadas por el miedo. América Latina moderna nace de una fábula, de una necesidad de mentir, que es narrar al mismo tiempo. En efecto, esto conforma una visión desmesurada del ser latinoamericano, aferrándonos a ella para partir desde allí a nuestra creación futura, pero siempre el camino, no el mapa, está lleno de rupturas. La ruptura yace en el interior mismo de nuestra orfandad. Cuando Juan Rulfo comienza a escribir Pedro Páramo dice «he venido aquí porque estoy buscando a mi padre que se llama Pedro Páramo». Lo mismo podemos afirmar de Octavio Paz en El laberinto de la soledad o de Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. Esa búsqueda es la que hacemos todos los días los latinoamericanos, buscamos al padre pero no logramos descubrir, aceptar, que el padre somos nosotros mismos.

Luego vinieron los grandes movimientos literarios, Neruda, por ejemplo, es la ruptura con la pureza de la poesía. En Machu Picchu, pregunta, interroga: «¿Machu Picchu pusiste piedra en la piedra, y en el fondo un harapo?, ¿carbón sobre carbón y en el fondo el rojo goterón de la sangre?» ¿Antropólogo, historiador, sacerdote? Neruda exclama: «¡Devuélveme al esclavo que enterraste!» ¿Dónde está el hombre?, pregunta: «¿En qué recodo del camino estamos? ¿Fuiste también el pedacito roto de hombre inconcluso que por las hojas del otoño muerto va machando el alma hasta la muerte?» Es una interrogante que nos hacemos todos los días, qué camino, cuál es mi padre, cuál fue mi pasado, cómo se llama ese río...

Wifredo Lam, por ejemplo, en la pintura realiza trazos inconmensurables y crea la raíz con nuestro pasado o presente africano a través de trazos desmesurados. Y Roberto Matta, el pintor chileno llamado el último surrealista, que no es más surrealista, es más bien Sur-Realista porque va hacia atrás y surgen nuevamente en su pintura las raíces cósmicas-indígenas, su desmesura es también de América-África, una cosmología oculta consciente e inconsciente plasmada en su pintura. En medio de tantas sugerencias, interrogantes, solo Guillén afirma: «Yo soy el nieto, bisnieto de un esclavo» pero abre nuevamente la afirmación, interrogante, acusatoria, a mi juicio: «¡Que se avergüence el amo!»

El cine nace neorrealista en América Latina, pero llega Buñuel, que es surrealista. Buñuel se desmesura en su vida en México y aporta esa mirada que ya no es surrealista europea, es un surrealismo americano, lo aporta al neorrealismo y de esa alquimia surge también nuestra estética cinematográfica de ruptura permanente. ¿El eterno retorno?
Nuestra historia es historia de rupturas. Y cada vez que alguien se enfrente a la vida con una cámara va a estrellarse con un presente y con su pasado inmediato. García Márquez cuando escribe Cien años de soledad reescribe en realidad Las mil y una noches, es una ruptura con todo, con la mirada anterior al criollismo, con el costumbrismo francés, con todo lo que constituía la herencia literaria de nuestro mundo, que aquí renace en una nueva tierra cruzada por otra diversidad de sensaciones, miradas, ritmos y vientos. Estas tendencias surgen de nuevo, pero ya no son las mismas porque somos, como lo advirtiera Darwin, una ruptura constante, somos un volcán, y cada volcán lanza una llamarada distinta.

La realidad de los jóvenes cineastas es otra en la actualidad, marcada por la emergencia de gobiernos socialistas en América Latina. ¿Cuál sería el papel de los jóvenes cineastas en este contexto? ¿Cree que los jóvenes no viven el cine desde el compromiso social y político como lo fue el movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano décadas atrás?

Yo pienso que sí. Hoy la gente joven está aportando su mirada y es un deber hacerlo. No tienen por qué mirar con los ojos de los otros.

Su mirada es rupturista-renovada. El desafío es mirar al mundo con ojos nuevos, el desafío es ir hacia dentro, impulsarse uno mismo de dentro hacia fuera y ver el mundo con ojos nuevos. El desafío de la juventud es realmente ser joven, no ser viejo joven, no ser jóvenes viejos, no reiterar banalidades que no se concretizan estéticamente.

Uno de los grandes problemas que tienen los estudiantes de cine es que los trabajos están correctamente realizados desde el punto de vista técnico, pero no dicen nada. Hay que decirles que si no tienen nada que decir, dejen la pantalla en blanco, porque hay que decir. Filmar es decir y cine es expresión. Tengo cosas que decir y las comunico al mundo; eso es un artista. Pienso que la gente joven tiene muchas cosas que decir, pero hace falta darle la oportunidad y también que confíen, porque tienen tanta desconfianza en todo, tienen incertidumbres que son válidas porque el mundo ha sido tan cínico, la sociedad ha sido tan perversa, tan mentirosa, que la gente tiene temor a enfrentarse y que le corten el camino, le corten la voz antes de hacer, porque la constante en América Latina es que el que habla antes de hacer las cosas, no las hace. No des a conocer nunca tu estrategia, porque entonces no llegas, y eso lo saben ellos. Las trampas son tantas, en lo que se llama la aldea global, de lo que hablaba McLuhan en los sesenta; sin embargo, lo que él no advirtió fue su perversidad. Global no es sinónimo de universalidad, y no podrá imponerse sino a través de las guerras y el dominio, la globalidad es comercial, es anulación cultural, hegemonía totalitaria, arrasar con signos y visiones. Los proletarios del mundo no se unieron; los capitalistas unificaron el consumo, rompiendo las diferencias culturales. La globalización no es tolerancia, no es escuchar al otro, no es como diría Lacam: «Yo no soy yo sino el otro», pero, ¿quién es el otro? En consecuencia, la gente joven camina como en un pantano, no sabe cuándo se puede hundir, por eso caminan temerosos, inciertos. Ahora bien, cuando llegue el momento, creo que modestamente podemos recomendarles que digan todo; su obligación es decir y sus películas, las películas de los jóvenes, las necesitamos, las necesita la sociedad latinoamericana, pero con postura, con ruptura y continuidad, a la manera del budismo en la que una antorcha enciende a la otra hasta lo infinito, con rebeldía, fuerte, vigorosa, iconoclasta. Nuestros padres no son ni el antiguo ni el nuevo testamento. América, como dijo Alfonso Reyes, fue presentida en los sueños de poetas que añoraban un mundo nuevo.

En este escenario latinoamericano que vivimos hoy, ¿cuál debe ser el papel del Estado en relación con la producción cinematográfica de las naciones? ¿Acaso necesitamos más leyes de cine o repensar nuestras políticas culturales con respecto al cine y al audiovisual en general?

Pienso que es necesario replanteárselo, porque aquí hay un error muy grande –por lo menos con respecto al cine–, al haberlo caracterizado solamente como arte, para separar la expresión cinematográfica de todo lo que era la copia neocolonial de modelos de cine, que no correspondían a nuestra idiosincrasia como pueblo. Pues bien, el cine es un arte, decimos, pero no agregamos que es una industria. Si el cine no es tomado como un producto imprescindible de la identidad latinoamericana, como un producto fundamental, caemos en considerarlo un producto suntuario. Se hace cine cuando sobra dinero y si este no sobra, no se le da apoyo porque hay otras cosas más importantes. O sea, no estamos tomando en cuenta realmente el valor del cine como producto de importancia estratégica, sobre todo en el tiempo globalizado en que vivimos. Entonces nos entrampamos en el problema económico, que en general parece materia vedada para el arte, pero que en las circunstancias del cine no lo es, porque lo que yo pueda hacer depende también de lo que yo tenga, y hay cine en la misma medida en que hay recursos. No se puede hacer cine con cámaras de madera.

No hay materia prima en América Latina desde el punto de vista industrial; la hay desde el punto de vista creativo, está el pueblo, su historia, su gente, las sociedades, los ciclos históricos… Pero tenemos que importar todo lo mismo para el sonido como para la imagen, por lo tanto se necesita dinero, es sin duda desde el punto industrial e ideológico una inversión, y eso tiene como objetivo natural un mercado, al igual que si pensáramos al cine como el níquel o el cobre. Nosotros los latinoamericanos tenemos que pensar, pero no ya solamente en los mercados que existen en el mundo, sino más que nada, y sobre todo, en el mercado que existe en América Latina, que hoy es un enclave colonial en manos de las compañías transnacionales anglosajonas. Si nosotros pudiéramos tener un espacio latinoamericano para el cine, eso nos haría fuertes, nos permitiría recuperar nuestras inversiones, ampliaría la libertad de expresión y, al mismo tiempo, nos permitiría discutir y acordar de igual a igual con la comunidad económica europea.

Hay países que tienen grandes cinematografías, como es el caso de la India, para dar un solo ejemplo, que hace más de mil películas al año –más allá de las orientaciones estéticas como un producto– y las ven millones de hindúes, porque ellos controlan 96,4 por ciento de su mercado. Ahora bien, nosotros, los latinoamericanos, tenemos millones de espectadores –quinientos millones de personas hablan español en todo el mundo– y no controlamos absolutamente nada de nuestro propio mercado. Tenemos la obligación de afrontar esta situación para resolverla, porque ahí está nuestra alternativa para subsistir, incluso dentro de la crisis económica que ya está instalada. Tenemos que recuperar nuestro mercado natural, pero para eso las leyes, a las cuales usted hacía mención, no deben ser excluyentes, leyes hacia dentro: Brasil hace una ley para Brasil; Argentina, para Argentina; Chile, para Chile; Cuba, para Cuba; Venezuela, para Venezuela. Todo lo contrario. Deben ser leyes abiertas, vinculantes, que establezcan comunicación y posibilidades de tener una nacionalidad única para nuestros filmes, que vayan a un mercado único. Y eso no significa que se esté negando a nadie que exhiba sus películas, no se está negando el cine norteamericano, el sueco, el europeo, etc., pero para poder establecer esas posibilidades, tenemos que liberar el mercado del cine y por supuesto es imprescindible la intervención de los Estados, de los gobiernos, porque son las leyes de Estado las que regulan los mercados. Por eso hay que caracterizar el cine como corresponde, el cine como un producto de alto valor estratégico, de importancia fundamental para el desarrollo de la sociedad latinoamericana. Un producto artístico que nos otorgue, dentro de nuestra diversidad, una sólida imagen identitaria, fundamental para participar con propiedad en la economía mundial…, de lo contrario, desapareceremos en la globalidad.

Es absurdo realmente que tengamos que acudir a las ayudas que da la cinematografía europea, si nosotros tenemos potencialmente uno de los mercados más importantes del mundo. ¿Es que no nos creemos capaces de dar el paso adelante? Yo creo que tenemos que luchar con mucha fuerza para dejar establecido que el cine será latinoamericano, lo será en la misma medida que se busque, enamore y provoque sensaciones, ideas, pensamientos, posiciones en el público. Para llegar a ello, hay que tener la posibilidad de comunicarse y acceder al público, tenemos que ganar ese espacio. Realmente es necesario que los economistas con brillo se ocupen de cómo cambiar las causales del mercado, la forma en que el mercado está cautivo, para liberarlo. No como una ayuda. Los cineastas no podemos seguir siendo una especie de adorno en la mesa de los poderosos.

El cine latinoamericano ha dejado de ser un cine clandestino, pero sigue estando cautivo e invisible en las pantallas de nuestro continente y del resto del mundo. Durante los setenta, el Comité de Cineastas de América Latina impulsó varias iniciativas integracionistas y proteccionistas del cine latinoamericano. ¿Cuál ha sido el impacto en las cinematografías regionales de la firma de diferentes tratados de libre comercio, del MERCOSUR Cultural, o del Convenio Andrés Bello? ¿Cuáles son las perspectivas del ALBA Cultural en este sentido?

Hasta ahora nada, la perspectiva está en lo que hablamos antes. Hace falta una decisión radical de los gobiernos y Estados de América Latina. Un espacio común para nuestro cine que nos permita lo que hasta ahora se nos ha negado en forma incomprensible. Si no se llega a tocar el corazón del destinatario principal y único que es el público, no hay ninguna perspectiva. Lo demás son palabras, palabras, palabras. En este momento la prioridad es tocar el corazón y los sentimientos del público, sin el público no existimos.

Y cómo puede el cine latinoamericano recuperar a su público en un contexto donde no solo es importante insertarse en los mercados dominados por Hollywood y las trasnacionales del cine, sino lograr un mercado regional que garantice la visibilidad de nuestras películas y, por tanto, de nosotros mismos, no solo para el mundo sino también para nuestros países y pueblos.

Teniendo acceso a él, y ahí se plantea el verdadero desafío de un cineasta. Si yo tengo acceso al público y no le intereso a ese público, entonces no tengo nada que hacer. Pero mientras vivamos en una especie de burbuja y solamente lleguemos a una élite muy selectiva, siempre se discutirá en términos de minoría. Así el cine tiende a ser un arte selecto, se aleja de las necesidades de la gente, se aleja de las formas de comunicación con la gente y se convierte en un elemento distanciado que no le importa a nadie. La élite aplaude, o niega, la crítica establece parámetros que nada tienen que ver con el objetivo estético trazado; es decir, no se puede aplicar una misma medida para juzgar un filme de Bergman que para una película de Glauber Rocha, porque son mundos contrapuestos. El «superhombre» de Nietzsche nunca estuvo presente en nuestros objetivos, ni más allá del bien y el mal. No conozco a ningún cineasta que ande buscando descifrar el mito de Edipo; es decir, ni Sófocles ni Freud. Somos herederos de otros signos aún no resueltos, de allí la debilidad de una crítica que, con excepciones, no acierta en la búsqueda de ocupar un papel protagónico en un movimiento del cual se mantiene alejada en sus principios. El vacío es letal y es suicida.

Al contrario de América Latina, el Neorrealismo italiano encontró en sí mismo las voces que creaban cauces, establecieron tendencias que influyeron en todo el mundo, así como el llamado a escribir a los cineastas hecho por la Nouvelle vague francesa en sus tiempos de esplendor, la creación y el fortalecimiento de un movimiento que tenga como objetivo prioritario llegar al público, conlleva necesariamente tomar en cuenta todos los actores y factores que inciden en el objetivo central.

El contacto con el público, abre un arco de posibilidades, de tendencias estéticas, de poéticas nuevas, distintas, de mujeres y hombres que al encontrarse con su propia historia, harán su propio juicio y ese proceso será inagotable como lo ha demostrado a través del tiempo el teatro isabelino del Siglo de Oro español, que convocaba multitudes y que, al decir de Calderón, encendía al público hasta el delirio y la locura lúdica, exigiéndole al espectáculo ser verbo y razón de su necesidad esencial. El cine de América Latina necesita con urgencia tener acceso a su destinatario natural. La integración de mercados es razón de vida.

En ese sentido, ¿cree que el cine latinoamericano ha logrado ser un cine popular?

No, no por las razones que avanzo. Cómo puede ser popular si no llega, si no tiene acceso al público. Son muy pocas las películas que tienen acceso a los circuitos de dominio y control de las transnacionales que están presentes en todo el continente. Es más, aquellas cinematografías de vanguardia en el sentido industrial, como la de Argentina, Brasil o México, que pueden hacer alrededor o más de cuarenta y cinco o cincuenta películas anuales financiadas a través de leyes que derivan impuestos hacia el cine directamente, como en Argentina y Brasil, o en el caso de México, donde hay una política de Estado –no del gobierno, sino de Estado–, la producción que hacen al año se consume dentro del país, no tienen posibilidad de exportación, porque no tienen mercado, el mercado natural está cautivo. Argentina tiene grandes posibilidades con España, donde han logrado seducir, enamorar, al público con películas de gran éxito; ahí hay una muestra del cine popular. Pero no puedo decir lo mismo de Chile, Bolivia, Ecuador, o que vaya a ocurrir en Brasil o en México, sencillamente porque no se ha exhibido. En Chile, tenemos poca afluencia de público a los filmes nacionales porque duran muy poco en pantalla, pero cuando esa película se proyecta en televisión alcanza uno de los primeros rating del día, porque ese día el público pudo verla. Pero normalmente no ocurre así. Entonces no puede ser popular si no cumplió su objetivo, su requisito esencial, que es llegar al público. El público es el que define esta situación. El mantenernos alejados es una agonía anunciada. Creo firmemente en la integración, sin ella no existiremos.

Littín, la coproducción, si bien ha sido una alternativa ante la precariedad de la mayoría de las industrias del continente y la escasez de mercados regionales, puede ser también un mecanismo de dominación y una forma de coloniaje cultural. ¿Cómo beneficiarnos de los mecanismos de coproducción sin sacrificar la identidad propia?

Es complejo, es difícil. Siempre el país que esté poniendo más recursos en alguna medida quiere tener el control de la película, el control en definitiva significa el poder –en una forma un poquito maniquea, pero lo es– y puede dar como resultado una fórmula narrativa, donde se reitera lo mismo siempre de una y otra parte, y en la cual se vuelve a plantear en algunos casos el problema del neocolonialismo. En efecto, vista así la coproducción es también una forma de sobrevivencia. Pero si pudiéramos verla en su esencia: coproducir significa aportar todo para un proyecto común y debe tener elementos de interés de todos los que están participando, por el bien común, pero tomando en cuenta que tiene también otro objetivo: que la vean tanto espectadores de un país como del otro de los coproductores. La coproducción se abre para tener más mercado, sin embargo esa película en coproducción no se va a ver ni en nuestro país ni en el otro porque justamente no contiene los elementos suficientemente fuertes para atrapar al público de origen, ya que su estructura cultural se ha diseminado con tantos objetivos. Por ejemplo, no es lo suficientemente cubana para Cuba, ni lo suficientemente española para España, ni lo suficientemente chilena para Chile, porque se diluye su identidad. Las películas que tienen más éxito son las que mantienen su identidad cultural, su apuesta de pertenencia. Hoy por hoy la coproducción es lo contrario; al pertenecer a muchos, no pertenece a nadie y no suele dar como resultado, en sentido general, una buena película, pero sin embargo la coproducción es necesaria porque tenemos que sobrevivir.

Con la tecnología pasa algo parecido. La revolución tecnológica ha impactado al mundo entero y a todos los espacios de producción y creación, de los cuales el cine no está exento. Por una parte democratiza la producción audiovisual, mientras que por otra provoca dependencia ante su renovación constante. ¿Cómo asumir la tecnología sin que sea a la vez una herramienta de dominación?

Ese es un problema importantísimo. Tenemos efectivamente un problema de dependencia tecnológica. Ahora, desde el punto de vista del lenguaje el cine nació con una vocación universal, es un lenguaje universal; por tanto, nosotros poseemos tanto a Bergman, como a Eisenstein, Rosellini o a autores de hoy en día. Desde el punto de vista del lenguaje, logramos liberarnos en la misma medida que nace con un lenguaje universal y los cineastas aprendamos con rigurosidad a dominar los instrumentos de una tecnología que nos es ajena, es importante saber cómo manejar un teleobjetivo, y la diversidad de elementos que la tecnología nos entrega, a condición de que este manejo no defina ni estructure nuestra propia mirada. Que no morigere ni limite nuestra capacidad de dar una pincelada. Esa mirada, ese punto de vista, es lo que rompe con la dominación tecnológica: nosotros tenemos la obligación de dominar esa técnica y hacer de ella un instrumento al servicio de nuestra necesidad narrativa.

En cuanto a la técnica misma y su dependencia, es una realidad que tenemos que estar adquiriendo los elementos y los instrumentos de los países desarrollados. Francamente, no veo cómo tenga solución en el futuro, a menos que nosotros tengamos poder económico, y ese poder económico viene de la posibilidad de poder financiar nuestras industrias con independencia, y esa posibilidad yace en manos del público. En este sentido siempre vamos a enfrentarnos, por ahora, con el mismo problema. En relación con que los llamados avances tecnológicos conlleven la democratización del cine, no estoy tan seguro de que el video, por ejemplo, haya democratizado el cine, porque la gente puede grabar, pero eso no significa que haga una película. El soporte técnico sigue incidiendo en forma relativamente escasa en las necesidades de producción, y además, para proyectar la película hay que tomar ese material, transferirlo a formato industrial, lo cual representa una dificultad económica enorme pues sale a altísimo costo. De allí que esto no tenga mucha solución por el momento.

Afirman en algunos países –gente que habla de cine–, que se pueden hacer películas baratas con el teléfono. Claro que se puede hacer, pero toda esa especie de resquicio es como un discurso para no afrontar el verdadero problema, que es caracterizar bien al cine. Si efectivamente el cine es un arte que está contaminado, es una industria que está más contaminada todavía; es un arte hecho de muchas otras artes, por tanto no es puro nunca. Quien quiera hacer cine, tiene que acudir a la tecnología que viene de los países dominantes, por lo tanto, tiene tantos filtros que cuando llega a realizar una película auténtica en medio de todos estos filtrajes y todas estas intervenciones, uno la aplaude con mucho entusiasmo y con más generosidad todavía, porque es muy difícil. Se puede conseguir material sin elaborar, seguramente habrá miles y miles de horas de videos sin elaborar, pero una película elaborada es muy difícil, más allá de la técnica en la que se registra lo que quiere ser una película.

En definitiva, el lenguaje del cine no ha cambiado mucho ni aun porque viene ya determinado de alguna manera por una técnica creada en los países desarrollados. Porque cuál es la diferencia entre un primer plano y otro primer plano: el contenido. Es ahí que intervenimos. No podemos construir cámaras, o fabricar material virgen, o sea tener el dominio tecnológico; la tecnología hay que adquirirla, incluso hay cámaras que se pueden rentar, de manera que uno trabaja siempre con el modelo más nuevo. Pero las grandes películas de la historia del cine se hicieron con las grandes Mitchell de hace cincuenta años o más. No ha cambiado mucho el principio fotográfico de caja negra que se abre y capta un instante de la vida del hombre. Lo importante es lo que van a contar y cómo lo van a contar.

Usted hablaba de que poseemos una estética inconclusa. Finalmente para concluir esta entrevista me gustaría que me dijera cómo podemos dejar de tener una estética inconclusa. ¿Acaso debemos dejar de tenerla?

No, porque por naturaleza somos seres inconclusos, determinados por la historia de América Latina, de una historia social y cultural truncada. No hemos tenido grandes filósofos o pensadores –Vasconcelos mediante– somos más bien acción e intuición cultural… El amor y la pasión son inconclusos. Cuando el amor concluye, ¿qué es?, es el fin. Nuestras películas nunca deben tener la palabra fin. A mi juicio, siempre deben ir girando en esta espiral de vientos encontrados, de huracanes y cataclismos. Quisiera ver el cine de América Latina como en una gran pantalla en la cual puedan entremezclarse un rollo, el otro y el otro, y hacer una gran película. Cuando se habla de las diez películas latinoamericanas que deben conservarse para la historia, siempre son películas que están cerca de una temática: el problema de la naturaleza humana, y si se pudieran poner esas diez películas y verlas de una sola vez, diría que es una historia que va constantemente en espiral y que su riqueza está también en ser, en saberse inconclusa.

Nosotros no tuvimos el Medioevo, no tuvimos ni Renacimiento porque fuimos destruidos antes de ser, no tenemos memoria de la época negra y oscura que vivió Europa. Pero tuvimos la conquista. Casi no dejó huellas, pero sí heridas. O sea, vivimos en América Latina un ciclo social e histórico distinto al del resto del mundo. Somos, sin embargo, producto de estas circunstancias, sincretismos culturales, violaciones y mestizajes, herederos de toda la cultura universal. Pienso que Picasso dio el gran salto en Guernica y no lo concluyó. Guernica es un cuadro de una narrativa inconclusa del primer bombardeo aéreo en la historia de la humanidad a una ciudad civil, por la aviación alemana. No se ven las bombas ni los aviones; apenas en el lado izquierdo una bombilla de luz que es como el ojo de un Dios tuerto que no quiere ver –como no quiere ver ahora el genocidio en Palestina–. En la tela estremecida, vemos el resultado, la causa la adivinamos y la ponemos nosotros en el cuadro. Nosotros concluimos de alguna manera la historia de esa pintura. La historia me la llevo yo adentro para concluirla, la llevaré toda mi vida. Y eso es fascinante, que el arte cinematográfico latinoamericano no concluya nunca, que siga siempre su andadura.

Muchas gracias, Sandra, por tus preguntas.

Sandra del Valle Casals (La Habana, 1983), periodista, investigadora y promotora cultural. Integra el Grupo de Estudios en Políticas Culturales del Instituto Cubano de Investigación Cultural «Juan Marinello» y jefa de redacción de la revista Perfiles de la Cultura Cubana de dicho centro.