Fallece Narcisa Hirsch, pionera y referente del cine experimental en la Argentina. En los años 60, expandió su actividad hacia prácticas como instalaciones, performances, graffitis e intervenciones urbanas. Recibió el Premio Nacional a la Trayectoria Artística.
Entrevista a Narcisa Hirsh - Museo de Arte Contemporáneo Universidad Nacional del Litoral
En el mes de Abril una visita entrevista a la reconocida cineasta independiente Narcisa Hirsch hizo que relatara su vida y obra dentro del cortometraje en los inicios de esta práctica allá por los años 60 en Buenos Aires, Argentina. Narcisa Hirsch charló con la directora del museo Stella Arber, en su casa-estudio de San Telmo, pintó un panorama de cómo habían sido sus inicios con los medios audiovisuales, rememoró varios de sus cortos y películas, contó una nutrida cantidad de anécdotas vividas en cada una de sus obras y allí mismo se definió cuáles serían las obras de su filmografía que vendrían a abrir el 3° Festival de Videoarte a realizarse en Junio de 2015 en el MAC. Fue una entrevista muy cálida y por momentos tomó ribetes muy graciosos cuando Narcisa describía cómo la corrían de algunos lugares donde ella planteaba performance de lo más insólitas por las calles de Buenos Aires. La vida de Narcisa de una riqueza expresiva muy grande para el cine independiente tuvo su coronación estos últimos años con el reconocimiento que le han hecho distintos países a su importante obra cinematográfica.
¿Qué te impulsó a acercarte al cine y convertirte en realizadora? - Yo vengo de la pintura, vengo de lo visual. En los años 60 había un gurú de la pintura muy importante, Jorge Romero Brest, que tuvo mucha influencia sobre mí y muchos otros. Él decía que la pintura, la de caballete, había muerto. En ese momento él estaba al mando de la parte visual del Instituto Di Tella y sin que él repara en absoluto en mí, yo dejé de pintar y salí a la calle con dos personas más, Marie Louise Alemann y Walther Mejía, para hacer lo que en aquel momento se llamaba ”happenings”.
- ¿Qué te atraía de esas experiencias? - Me atraía mucho estar afuera de lo institucional, no sé si porque no me querían en el Di Tella o simplemente porque ese era el entorno que yo necesitaba. El hecho es que fue una época de mucha libertad y de mucha alegría, donde hacíamos lo que se nos antojaba. Fue realmente la gratuidad del arte. En el `67 hicimos “La Marabunta". Fue en el Teatro Coliseo, junto al estreno de Blow Up, la película de Antonioni. Ese evento lo filmó Raymundo Gleyzer. Después editamos juntos ese documental y de ahí nació hacer cine. Hay que recordar que fueron épocas de vanguardia, épocas de muchos enfrentamientos que fueron muy sangrientos y la sangre corría a un río donde se juntaban los flujos de las ideologías políticas y artísticas, que no siempre estaban unidas.
-¿Te sentís parte de una corriente de cine experimental argentino? ¿Qué características tendría esa corriente y sus directores? - Sí, desde ya. Cuando empecé a filmar apareció un grupo de gente que hacía lo mismo y ese grupo fue un referente del cine experimental de los años 70 en la Argentina. Eran Marie Louise Alemann, Claudio Caldini, Juan José Mugni, Juan Villola y Horacio Vallereggio. Ellos eran los principales de nuestro grupo.
- Muchos de tus filmes tienen un tinte autobiográfico o íntimo, e incluso hace poco se presentó el Mito de Narciso, que también habla de vos... ¿Qué cosas te permite el cine observar en tu interior y cómo elegís exteriorizarlas y convertirlas en imágenes? - Lo femenino en general es íntimo y se ocupa más de lo autobiográfico. En la película “El mito de Narciso” capitalicé mi nombre y la idea era narrar una autobiografía inventada, sabiendo que toda vida es inenarrable, en especial la propia. Siempre está esa ilusión de poder conocer, de poder conocerse, pero Narciso, el original, no se ahogó porque se enamoró de sí mismo, se ahogó porque las aguas del conocimiento lo atraparon.
- A fines de los ’70, comenzaste a graffitear las paredes de San Telmo con frases en una innovadora intervención pública que poetizaba el espacio ¿No te daba miedo de que te pescase un militar en pleno acto y te reprimiese? - No, porque no me veían. Yo era una mujer grande, llevaba spray, pintaba frases como “La vida es lo que nos pasa cuando hacemos otra cosa”. Lo hice durante un año sin que lo supieran ni siquiera mis amigos. Aunque no había graffiti en esa época, ni una sola pared pintada, pasaba el tiempo y nadie me comentaba nada; nadie se hacía eco. Hasta que un día los graffiti aparecieron publicados en una foto en la revista Mutantia, de Miguel Grimberg, bajo el título “Algo está pasando en Buenos Aires”. Ya visibilizado, no tuve la necesidad de seguir haciéndolo, aunque fue muy placentero mientras duró. Por lo solitario.
- ¿Creés que el hecho de que tu padre fuera pintor influenció en tu interés por lo visual? - Absolutamente. Mis recuerdos de infancia giraban alrededor de su taller, del olor al óleo. Hacer pintura fue una manera de unirme a él, una añoranza del padre lejano que estaba en Alemania mientras yo estaba en Argentina. Ocurre que mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años; entonces me fui de Berlín a Suiza con mi madre y, de allí, a un pequeño pueblo en Austria al pie de los Alpes. Yo tenía siete años y ése era para mí el paraíso –paraíso del que me arrancaron a esa joven edad para venir a Argentina–.
- ¿Por qué Argentina? - Mi padre era mitad judío; mi madre no, pero era extremadamente antinazi, una especie de temprana hippie de las varias que había en Alemania por aquel entonces. Su idea era que nos quedáramos en Austria, en ese sitio que era una suerte de Bolsón, con campesinos y escritores conviviendo en una situación alternativa. Pero decidió que viniésemos a visitar a mi abuela (que vivía en Buenos Aires) por un año. Cuestión que estalló la guerra... y todavía estoy acá.
- Según tengo entendido, hay un ramillete de Narcisas en tu familia, nombre bien peculiar y mítico... - Sí, totalmente. Narciso era un nombre muy usado en el siglo XIX. Imagino que la primera Narcisa entró porque estaban esperando al varón que nunca llegó: la abuela de mi abuela, una criolla bien criolla llamada Narcisa Pérez Millán, que se casó con un alemán; de ahí la combinación que devino en ramas alemanas y argentinas.
- Tu última película, largometraje de 2011 incluido en el compilado de mQ2, se llama El mito de Narciso. En tanto es una autobiografía imaginada que, desde la ambigüedad, explora lo que hubiera podido ser, ¿por qué decidís titularla con el nombre masculino? - Simplemente para capitalizar el nombre. Y como yo quería hablar de que no hay identidad, de cómo todo se disuelve al final, el mito me venía bien. - En alguna oportunidad has dicho que Narciso no se ahogó por vanidad, que lo ahogó la sed de conocimiento.
¿Podrías explicar esa idea? - Al mirarse, Narciso tiene la necesidad de conocerse y la imposibilidad de hacerlo hace que se acerque demasiado al agua del conocimiento y se ahogue. El problema es no creer en la imposibilidad, el problema es creer que sí es posible conocerse.
- Si capturar una vida es posible, pero capturar la propia es imposible, como has declarado, ¿cuál es el sentido de embarcarse en un proyecto autobiográfico? Cuando se habla de la vida ajena, uno sabe que está poniendo ficción. En el caso de la propia, alejarse de los recuerdos es imposible. Como dice Rilke, sólo el animal y la planta están en el mundo; el hombre –como conciencia que mira– está enfrentado a él. Además, como está adentro y afuera al mismo tiempo, nunca percibe el cuadro en su totalidad. -
-Son muchos los reconocimientos de tu obra en esta época. A qué creés que se deben? - Creo que hay un revival de la joven generación que quiere saber qué pasó en los ’60 y ’70, la gran época de la contracultura: jóvenes que buscan y quieren ver una época donde la polémica era constante, un momento de profundas ideologías políticas, ideologías artísticas e, incluso, ideologías religiosas. Lo concreto es que antes había cine experimental hecho por un grupo invisible que nadie veía y ahora, de repente, ha hecho un estallido hacia lo público, aunque condicionado por las circunstancias históricas. Hoy hay un interés donde antes no había ninguno. De hecho, cuando alguien me preguntaba qué hacía de mi vida y yo respondía que era directora de cine experimental, no le significaba nada. Sin ir más lejos, cuando nosotros mostrábamos una película nueva, ¡había diez personas con toda la furia! La gente se podía interesar por, digamos, La hora de los hornos, que estaba prohibida y era clandestina; por lo que nosotros hacíamos, no. Lo que antes fue atacado y agredido, hoy se acepta de buena gana, sin la actitud de barricada que vivimos en aquellos días. Había una crítica muy dura del cine clandestino o cine político hacia el cine experimental porque no veían el gesto político que implicaba salirse de las estructuras, de la industria cinematográfica y hacer otro tipo de films... La realidad es que el arte es subversivo, en tanto –como diría Paul Klee– hace visible lo invisible. Y algo es seguro: yo sí que era invisible (se ríe). Por eso estas invitaciones o compendios que me llegan tardíamente me parecen tan raros e inusuales... Que en Argentina exista esta edición pionera de mQ2 me parece un comienzo. De todas formas, aclaro: yo era feliz haciendo cine sin que nadie me mirara, sin que nadie interviniera, sin que nadie quisiera comprarlo. Era la libertad pura, y ésa es una manera muy linda de trabajar. - Uno de los espacios de difusión del cine experimental por aquel entonces fue Uncipar (Unión de Cineastas de Paso Reducido), que nucleaba a aficionados que filmaban caseramente.
-¿Eran aquellos encuentros tan fervorosos como suele relatarse? - Uncipar fue el primer lugar donde mostré públicamente mi obra. Era un espacio donde la gente que hacía películas de 35 mm casi sin dinero –generalmente narrativas, de ficción– pasaba sus films. Lo mío y lo de Claudio Caldini era completamente distinto y, por eso, el público se sentía agredido. “Esto no es cine”, nos gritaban. “Mi hijo de cinco años hace una cosa mejor”, nos decían. - ¿Por qué creés que se sentían tan atacados? - Porque en esa época no podías no estar de un lado o del otro: tenías que elegir tu bando. La época estaba configurada como una permanente revolución y el cine experimental era un tercer punto: ni cine convencional de salas ni cine político de ideología militante. Lo nuestro tenía que ver con la poesía, y la poesía también es subversión.
-¿Cómo llegó esta forma de expresión a tu vida? - La primera película de cine experimental que vi fue Wavelength, del canadiense Michael Snow. Fue en el MoMA, en Nueva York, y recuerdo que la gente se levantaba y se iba... Era un zoom de 45 minutos donde no pasaba nada y, después de los primeros diez minutos, yo estaba con la mirada clavada al cielorraso. Pero entonces pensé: “Esto en algún momento termina”, me relajé y empecé a ver; pude ver. Después me contaron que Snow tenía una película que era una diapositiva de un estante de su taller y su voz describiendo lo que se veía en dicho estante. Me interesó la idea y quise darle una vuelta más; entonces filmé con cámara fija una pared de mi taller y fui describiendo lo que no se veía, y así nació Taller.
-Yendo un poquito más hacia atrás, vos venías de la pintura... - Exacto. Entre los ’50 y ’60 hice dibujo, grabado, pintaba con óleo, cemento, arena, cosas con relieve. Varias veces expuse en Lirolay, la galería de vanguardia del momento. Pero poco a poco comencé a salirme de la pintura. Era la época del Di Tella, de Jorge Romero Brest, un gurú muy potente de aquel entonces. Aunque no pertenecí al Di Tella (nunca me invitaron), me interesó ese movimiento y cuando Romero Brest dictaminó que la pintura de caballete había muerto, dije “chau” y con un grupo de gente comenzamos a salir a la calle y a hacer happenings. Si no me querían dentro de la sala, tenía el mundo entero para hacer lo que quisiera...
- Entonces saliste a regalar manzanas y muñequitos en calle Florida... - Sí, con Marie Louise Alemann y Walter Mejía, un amigo colombiano maestro de yoga. ¡Y se armó un tole tole! La gente se agolpaba, se llevaba todo puesto y llegó la policía para dispersar. La experiencia de los muñecos la repetí en Nueva York y Londres y sólo acá generó esa ansiedad. Los ingleses participaban sin exaltación; los norteamericanos ni siquiera paraban, seguían de largo. - Quizás el happening más famoso que realizaras fue La Marabunta que ya mencionaste, una metáfora sobre la antropofagia que consistía en la escultura de un gran esqueleto femenino cubierto de comida pájaros multicolores donde las hormigas gigantes eran los propios espectadores... - Fue una pieza muy significativa que realizamos en el foyer del teatro Coliseo durante el estreno de la película Blow-Up, de Antonioni. Mi intención era ponerlo en la vereda de, por ejemplo, el Bellas Artes, pero pregunté en varios lugares y en todos lados me dijeron que no. Hasta que Clemente Lococo, dueño de varios cines (incluido el Coliseo), aceptó y me dijo esa frase mítica que repito tanto: “En Argentina, nunca pida permiso, señora. Usted haga nomás, que ya después se arregla uno de alguna manera”. Medio año habíamos trabajado en La Marabunta, obra que implicó un gran despliegue, con música electrónica, cotorras vivas en el cráneo, palomas pintadas con colores fosforescentes en el vientre. Cuatro docenas de bananas le caían de la cabeza y sándwiches, tortas y todo tipo de comida revestían el cuerpo. Para filmar el evento, Aldo Sessa, entonces director de Laboratorios Alex, me recomendó a un muchacho para que oficiara de cameraman y filmara el proyecto, y ese muchacho era Raymundo Gleyzer. Después editamos juntos ese material y ahí me empecé a entusiasmar con el cine, a partir de la edición de ese hecho cinematográfico. Fue entonces cuando empecé a filmar. Yo tenía una cámara de 16 mm a cuerda, casera, que también usaba Marie Louise. Después se fue armando un grupo de gente (nota de la redacción: Claudio Caldini, Horacio Vallereggio, Juan Villola, Juan José Mugni) que llegamos al Súper 8 filmando cada uno por su lado, pero proyectando juntos, prestándonos equipo, asistiéndonos los unos a los otros. Como Marilú (Marie Louise Alemann) trabajaba para el Instituto Goethe presentando películas de Fassbinder o Wenders, entonces se interesaron por nosotros y nos prestaron una sala para proyectar, lo cual implicó una gran protección porque estábamos en plena dictadura.
¿Entendían lo que hacían como un gesto político? - Yo personalmente no. Estaba como sonámbula de mi vida en aquel entonces; hacía lo que hacía sin ninguna dirección. No estaba politizada ni militaba para un bando ni para el otro. Estaba en una tierra de nadie haciendo cine marginal, underground. Creo que mi necesidad partía de que la imagen, lo estático de la pintura, se empezara a mover; no tenía una idea ulterior más allá de eso. ¿Sabés cuándo surgió lo político? Cuando terminó la época del Súper 8 y mi grupo dejó de ser tal, yéndose cada uno por su lado. Entonces me quedé sola y pensé: “Esto tenía una intención más subversiva. ¿Cómo hago ahora que no hay nadie a mi alrededor que esté en esta militancia?”.
Volviendo a la actualidad, Narcisa, ¿estás trabajando en próximos proyectos? Siempre estoy trabajando, estoy filmando cosas nuevas, entre ellas una que se llama “Predicando en el desierto”; la idea es hacer una instalación sonora en medio de la Patagonia, lugar con el que me siento muy identificada y que habito parte del año.
Lic. Stella Arber Directora del MAC