19 oct 2011

CONVERGENCIAS ENTRE CINE DIRECTO Y FICCIÓN - Antonio Weinritcher


REALPOLITIK
CONVERGENCIAS ENTRE CINE DIRECTO Y FICCIÓN
Por Antonio Weinrichter

Jaime Pena y Antonio Weinrichter [Publicado en “Cine directo” M.L. Ortega y N. Díaz (eds.), 2008]
 
 Licenciado en Psicología. Diploma de Estudios Avanzados (DEA) sobre “El documental de compilación”. Profesor asociado de la licenciatura de Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III. Imparte dos asignaturas: “Cine de autor” y “Formas no narrativas”. También imparte la asignatura “Historia del cine moderno” en la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid (ECAM) y un curso de posgrado sobre cine español en el Middlebury College (campus de Madrid). Es crítico de cine en el diario ABC.
 

REALPOLITIK: 
CONVERGENCIAS ENTRE CINE DIRECTO Y FICCIÓN Antonio Weinrichter

Parece que una tendencia en ascenso en la nueva televisión es el improbable mestizaje entre la comedia de situación y un cierto estilo documental heredero del paradigma del cine directo que alguien ha bautizado con el fecundamente contradictorio nombre de comedy verite.1 Viene representada por series como la británica “The Office” y la norteamericana “Larry David” (título original: “Curb your Enthusiasm”), por citar dos que ahora se están emitiendo en España; y se caracteriza por adoptar recursos como la cámara al hombro, el montaje discontinuo y un look  de cierta crudeza visual: un estilo observacional que evoca más el de la tradición documental que el de la sitcom convencional, si bien se revela especialmente adecuado para la tradición de improvisación que sustenta otra importante pata de la comedia anglosajona (la llamada stand-up comedy) y, además, resulta más barato de rodar que la comedia-de-guión.2




Hay quien puede ver en esto influencias del cine directo o incluso de nuevas formas del cine de ficción,3 pero parece evidente que el referente surge de la propia televisión, de esa forma de espectacularizar lo real que encarnan las diversas variantes de los reality shows (otro término fecundamente contradictorio): cuando la tele “descubre” el principio de realidad, hace telerrealidad. Es más, deberíamos plantear la relación de influencia en sentido inverso: la adopción de la gramática y la estética de la no ficción por parte de la institución televisiva ha familiarizado con sus códigos al espectador mayoritario (no al que ve los “documentales de la 2” o de la HBO). Ello explica la emergencia en el cine comercial actual de una cierta tendencia digital que exacerba algunas de estas posturas de anti-puesta en escena tradicional, subsumiéndolas en la estética amateur de las nuevas cámaras de video al alcance de todo el mundo: piénsese en El proyecto de la bruja de Blair, Redacted, [REC], etc. Una evolución similar
(si bien aquí la filiación televisiva resulta más chocante) cabe ver en ese cine alternativo (de Tarnation a Naomi Kawase) fascinado por lo íntimo, más que lo privado, que encarna un paso más en la fusión entre el cine de lo real, el video arte y el cine amateur, y que se caracteriza por navegar entre un nuevo narcisismo (como el que identificara Rosalind Krauss en una etapa primaria del video arte) y un cierto fetichismo por el registro y la contemplación de los procesos orgánicos de la enfermedad, el sexo o la muerte. Pero esta reciente mutación digital del paradigma del directo es tan solo el último estadio de su relación con la tradición del cine narrativo de ficción.

Periódicamente, el cine también descubre la “realidad”. Abandona los prolijos y seductores vuelos que le llevan a construir las formaciones míticas (el cine de género), espectaculares, maravillosas o virtuales que han labrado su fortuna y construido su audiencia, y toma tierra para volver a mirar, a ver, incluso con entusiasmo, lo que tiene literalmente o por defecto delante de la lente. En ese retorno cíclico, el cine parece actuar como movido por algún oscuro mecanismo de su psicología profunda. O de la ontología misma de la imagen fotográfica, como decía ese apóstol del realismo que fue Bazin. Cuando uno de los fundadores hermanos Lumière dijo que no le veía mucho futuro a su invención, no estaba pensando (no podía hacerlo aún) en el gran espectáculo del cine narrativo: se refería a la mera capacidad de registro de la cámara tomavistas de imágenes en movimiento. Siguiendo esa idea, aplicó en 1895 su flamante nuevo dispositivo a lo que tenía más cerca: de ahí, La sortie des usines, que registra la salida de los obreros de su propia factoría. Hoy se puede ver en ella la película que inaugura la vocación social del nuevo medio (aunque debió ser algo más parecido a un test, una prueba técnica). Y cuando el cine redescubre su vocación realista esa imagen fundante retorna: a veces retorna literalmente, como en la escena de créditos de Sábado noche, domingo mañana (Karel Reisz, 1960). Pero no es una imagen muy frecuente, como demuestra Harun Farocki en una de las entregas de su proyecto soñado de construir un thesaurus de tropos visuales del cine: Arbeiter verlassen die Fabrik (de 1995: el año del centenario del cine y de la película de los Lumière) es una recopilación de imágenes de todas las décadas de la historia del cine que repiten la escena originaria de los obreros saliendo de la fábrica. Pero es una convención, una imagen de transición: enseguida la cámara seguirá a uno de esos personajes para contar su historia (de ficción). El cine dominante no cuenta lo que hacen dentro de la fábrica, no muestra el trabajo y rara vez muestra al trabajador como clase social:
apenas lo hace, y de forma bien fugaz, en una imagen arquetípica como ésta.4 Sólo el cine documental ha exhibido una política de lo real, sólo él ha hablado del trabajo, y ello desde que John Grierson introdujera su agenda socialdemócrata en la tradición de esta práctica, rebajando la épica de la supervivencia de Flaherty, heredera todavía del cine de atracciones, e incluso la lírica del hombre nuevo socialista de Vertov, para centrarse en los funcionarios y trabajadores que hacían funcionar el Estado británico.

Muchas de las “nuevas olas” que surgen mediado el siglo del cine (el neorrealismo italiano, el free cinema inglés, la nouvelle vague francesa) se caracterizan, por un lado, por traer consigo una renovación de las formas y, por otro lado, por un nuevo sentido del realismo. Ambas características se traducen en una misma cosa: una ruptura con el realismo convencional vigente hasta entonces en el modelo del cine con el que rompen o del que se distancian estas nuevas olas. Aludimos aquí al tipo de verosímil y las convenciones narrativas que la crítica ideológica de los años 70 señalaba para denunciar lo que llamaba, precisamente, el texto realista clásico. Estos movimientos de renovación surgen en el seno del cine de ficción; suponen una especie de proceso de toma de tierra por medio del cual se produce ese redescubrimiento del mundo real a que aludíamos antes. El cine documental va por otros derroteros: en primer lugar, no puede ser más o menos “realista” porque tiene un compromiso previo con la realidad que excluye ningún otro posicionamiento del cineasta; y en segundo lugar, porque ha seguido literalmente un derrotero histórico paralelo al del cine de ficción, sin apenas puntos de contacto o de influencia mutua.

Pero hubo una ocasión en la que el cine descubrió un modo de representar la realidad que pareció el más directo, el menos mediado por procesos formales, la forma definitiva de representar el mundo histórico. Esta revolución se produjo en la orilla del documental en donde pronto se convirtio en “dogma”: el dogma del cine directo, que hizo que la práctica anterior pareciera de pronto pasar a convertirse retrospectivamente en “proto-documental”, tal fue la fuerza con que se impuso el nuevo paradigma. La clave estaba en el acceso a una nueva tecnología portátil con aparatos ligeros que permitían la toma sincrónica de la imagen y el sonido: la posibilidad de rodar simultánemente una imagen con su sonido (que, así, se llama
directo, como el propio movimiento documental), y de poder hacerlo en escenarios de la realidad, sin tener que encerrarse en un estudio, marcó un punto sin retorno en la relación del cine, de todo el cine, con la realidad. Nace así lo que Jean-Louis Comolli llamará la utopía del realismo, que extiende más allá de su definición técnica hasta convertirlo en una noción ontológica:

El “realismo ontológico” (André Bazin) del cine residiría en recuperar -menos por el lado de la imagen cinematográfica, análoga al mundo visible, y más por el lado del tiempo, de un tiempo común, de una regla común del tiempo- la acción y su registro, su sincronismo.
El realismo nace con el sincronismo, que no es originariamente el 
del sonido y la imagen sino el de la acción y su registro. Una máquina y (por lo menos) un cuerpo, comparten una duración que está hecha de su interacción. Ese compartir es real (no virtual).5

Comolli le da más importancia al sincronismo de acción y registro que al de imagen y sonido; pero parece claro que sin éste último sincronismo el anterior nunca podría aparecer tan completo, tan orgánico, y la temporalidad y la relación con las escenas y los cuerpos filmados aparecerían necesariamente como algo más virtual: ésa es precisamente la sustancial aportación de la nueva tecnología al anterior modelo de cine postsincronizado o doblado en estudio. Y ésa es la razón por la que, por mucho que nos guste incluir a Rossellini en todas las genealogías del realismo moderno, el alcance real de la revolución neorrealista deba ponerse en cuestión por el hecho de que no se preocupó por el problema del sonido: éste “se grababa posteriormente a cargo de voces que, por regla general, no eran las de los actores que se veían en pantalla. Los sonidos de la calle, los ruidos ambiente, también se añadían después. Se había dado un gran paso al romper con las convenciones y filmar fuera del estudio. Pero, por lo que se refería al sonido, la convención seguía vigente”.6 Rossellini, De Sica y Visconti (que rueda La terra trema en 1948 con sonido directo) pudieron aportar una noción de realismo,7 pero la técnica del realismo se inaugura con el directo. Por otro lado, parece evidente que esta noción sincrónica del realismo, que Comolli postula como una relación de “inscripción” mutua entre
las realidades a ambos lados de la cámara en “un mismo espacio-tiempo”, resulta igualmente aplicable al cine de ficción y al de no ficción. En ese sentido, a partir de determinado momento no llega a importar demasiado que los cuerpos filmados sean de actores profesionales o de sujetos observados en su entorno real.

De igual modo, muchos de los elementos que habían marcado históricamente la separación entre documental y ficción parecieron ir siendo progresiva y deliberadamente desmontados por ésta para acercarse a aquél. Las escenas perdieron su carácter redondeado y compacto, dejaron de estar concebidas para plantear un conflicto claro y concreto -con sus proverbiales puntos de giro- y para hacer avanzar la acción: empezaban in media res, acababan de forma abrupta, su diseño interior aparecía deslabazado o carente de estructura, su tiempo interior y su concatenación externa perdieron la tensión del drama clásico y, en general, la narración de ficción empezó a regirse por una causalidad, como diría David Bordwell, mucho más abierta. Cabe decir que si el cine directo tuvo el efecto de reducir “el vigor estructural del film documental realista [sic] clásico, al animar a los cineastas a depender en demasía de la circunstancia fortuita”,8 el movimiento paralelo en el cine de ficción se apartó mucho más del modelo narrativo clásico. Y si el cine directo no dejaba de utilizar un andamiaje “ficcional” para organizar su propia dramaturgia, operación ejemplificada en la famosa estructura de crisis identificada por Stephen Mamber -un conflicto anticipado que hace avanzar la acción: el macguffin del documental-, el cine de ficción emprendía un camino inverso hacia la desdramatización: hay más tiempos muertos y una fábula menos direccional en un film de autor que en uno de cine directo.

La misma concepción tradicional del guión como pauta a la que había que ajustarse dió paso a otra mucho menos predeterminada: por decirlo con palabras de Jacques Rivette, la idea de una ficción escrita de antemano, de una  “dramaturgia pre-existente al rodaje, como texto escrito, como découpage planeado”, cedió su lugar en mayor o menor grado a la de una “ficción que se crea al mismo tiempo que el rodaje”.9 En esa misma línea, Wim Wenders describía así la creación de la película más representativa de su primera época, Im Lauf der Zeit (En el curso del tiempo, 1976): “No había nada inventado cuando empezamos. La única invención era la situación: el camión y el itinerario; el resto fueron trouvailles”.10 Estos
hallazgos encontrados sobre la marcha desafiaban la noción tradicional del film como una obra autocontenida: el cine moderno parecía haber hecho realidad la vieja -pero asombrosamente moderna- máxima de Renoir de que, después de preparar minuciosamente su teatrillo, el cineasta debía dejar siempre abierta una puerta para que por ella se colara la realidad de lo incontrolado.11 Esta idea está estrechamente emparentada con los momentos de revelación que busca el cine directo, esos hallazgos hacia los que se encamina toda su metodología de rodaje: “La gente está haciendo algo o hablando de un modo normal, deslabazado, no articulado. Entonces… explota en la pantalla un movimiento tan auténtico, tan real, que ninguna recreación ficcional podría igualarlo. Son esos momentos los que hacen del cine directo un medio tan poderoso”.12
 
Si la colocación del actor en una marca, en un punto localizado previamente en el escenario de un estudio preparado para el rodaje, da paso a la interacción de los actantes con un escenario natural a cuyas condiciones espaciales hay que adaptarse, tanto como al movimiento de los personajes tomando posesión de dicho espacio, cabe imaginar todas las consecuencias que esto acarrea para las nociones de composición y encuadre de la imagen. El operador (coincida o no su figura con la del cineasta) se convierte en una figura decisiva y la toma de imágenes cámara en mano sustituye a la idea de puesta en escena. Considérense al respecto estas palabras de Mario Ruspoli sobre su cameraman Pierre Lhomme (al que Chris Marker ascendió a “co-director” en los créditos de Le joli mai): “Es completamente asombroso ver todo lo que puede extraer de una toma, la forma en que esculpe continuamente a sus personajes, pasando de uno a otro, acercándose y alejándose, eligiendo a cada momento un ángulo diferente, persiguiendo cada uno de sus gestos, capturando una expresión aquí y allá…”13 Esta estética de 16 mm, considerada estética televisiva (y, como tal,  deplorada) por los críticos de cine que debieron enfrentarse a ella en una pantalla grande, incurría, en su búsqueda del momento capturado, en la utilización de recursos “deleznables” según una concepción tradicional de la puesta en escena, pues destruyen la base espacio-temporal de la misma: el zoom, el teleobjetivo y el brusco cambio de foco (que, sin cambiar de plano, redirige la atención de un punto del espacio a otro, dejando desenfocado el anterior), tirones y barridos (que reemplazan la hermosa estética basada en panorámicas y travellings) y todo tipo de (d)efectos visuales similares… al mismo tiempo que se respetaba escrupulosamente la nueva exigencia de
realismo sonoro. Por eso críticos como Victor F. Perkins hablaron de la “muerte de la mise-en-scène” y otros empezaron a añorar la relativa (y elegante) invisibilidad del narrador clásico. Por supuesto, una nueva forma de rodar exigía una nueva forma de montar que rompía con las reglas de continuidad (el corte invisible) y con el découpage de la escritura clásica (los códigos del punto de vista se trasladaron de los personajes a la enunciación del/la cámara): ahora se trataba de crear un nuevo verosímil, el de una acción que se desarrolla y unos personajes que se desenvuelven en un momento específico y un tiempo “real”, según una dinámica observacional. Y jugando, según explicó con precisión Jean-André Fieschi a propósito del cine de Rivette, con una dialéctica entre “la lógica inherente del material filmado (sus potencialidades, sus resistencias) y las exigencias de una organización racional crítica. Crítica en dos sentidos: del material filmado (concreto) y del esquema (abstracto) que proporcionó el impulso inicial”.14

Una consecuencia fulminante para la ficción: los personajes pasan a estar menos definidos por los medios de una dramaturgia convencional, a estar más cerca de los actores que los encarnan (de sus rasgos físicos, su gestualidad, su forma de hablar) y depender más de su interacción tanto con los escenarios como con las nuevas condiciones de rodaje. Por supuesto, los diálogos dejan de parecer interpretados y las frases de sonar estilizadas, según ese convencionalismo que aceptamos al mismo tiempo que percibimos como “de cine”, y empezamos a oir un habla muy cercano al de la realidad, con sus giros coloquiales, su vocalización imperfecta, sus “tomas falsas”, sus repeticiones y su carácter informe (no formalizado). Puede decirse que la promesa de la palabra que trajo consigo el cine sonoro no se vio realizada por completo hasta la aparición de la palabra encarnada y sincrónica del sonido directo. Todo esto, en fin, llevó a que muchas películas parecieran documentar el trabajo de los actores a la hora de crear sus personajes, creando actitudes respecto a los materiales topográficos y humanos no muy distintas a las que rigen en el documental. Por poner un solo ejemplo, basta comparar al Cassavetes de Shadows, que todavía busca el realismo naturalista (aunque lo sobrepase) con el de Faces, rodada beneficiándose de los ocho años de existencia del paradigma del directo: la diferencia es asombrosa. En el segundo título (y ya en los que rodó después) se ve plenamente realizada la ambición del cineasta de despojar al drama filmado de todo tipo de artificios para llegar a una forma altamente descarnada impregnada de la textura de lo real.

Conviene precisar que este nuevo paradigma, delimitado por los huecos abiertos en la ficción clásica para dejar entrar mayores dosis de realidad, no se refiere solamente al cine “improvisado” de un Rivette, un Godard, un Wenders o un Cassavetes: en mayor o menor grado, es aplicable a una gran parte del cine de la modernidad que surge en los años 60. Este nuevo realismo de la ficción nació a la vez que el cine directo documental, beneficiándose de los mismos adelantos técnicos, y hoy se hace difícil establecer hasta qué punto éste influyó sobre aquélla o se trató de un desarrollo sincrónico. Lo que parece claro es que la ficción que identificamos con la modernidad se documentalizó y desarrolló toda una  realpolitik, una política más comprometida con lo real que el cine producido anteriormente: si en el terreno histórico, en donde surgió, este término alude a una política de lo posible, en el cine definió la única política de lo visible posible. Dos ambiciosos textos escritos al final de la primera década del paradigma del directo abundan en esta idea: Comolli divide ya el cine, todo el cine, en dos familias, el directo y el no directo;15 y, de forma, más ponderada, Thomas Elsaesser, sugiere que la práctica de los nuevos cines se siente menos esclava del argumento de base y trata la ficción como si fuese un material documental,16 sintiéndose de hecho menos preocupada -añadimos nosotros- por guiarse por un impulso narrativo que el cine directo de la misma época.

Cabe argumentar que en el caso del cine de ficción, en donde por otra parte se había instaurado la noción de cine de autor, con su correlato de una presencia inescapable del hecho de la narración que remitía a una instancia externa que organizaba el material, esta inscripción de las condiciones de rodaje en el texto del film a menudo le otorgaba a éste una condición autorreflexiva: lo que se inscribía también era una forma de documentación de sus procesos de producción de sentido que el cine directo -como, en general, el documental, que aún no se había vuelto reflexivo ni performativo- en principio rechazaba. Baste evocar a este respecto los casos extremos del pionero fake (y parodia del directo) David Holzman’s Diary (Jim McBride, 1967) y del metadocumental (y parodia del directo) Symbiopsychotaxiplasm (William Greaves, 1968; ha rodado una secuela en 2005). Dentro del cine de la modernidad, imposible no volver a citar aquí aquella convicción que Alain Bergala atribuía a Rossellini: “Cualquiera que sea la voluntad de inventar una ficción, una película es siempre el documental de su propio rodaje. Esta
convicción (...) será la de numerosos cineastas modernos (como) Rivette: “el método que se utiliza para rodar una película es siempre el verdadero tema”...”17

Pero, sin incluir necesariamente esta vocación autorreflexiva, ni siquiera una especial voluntad de realismo, la huella del estilo del directo empezó a verse en los años 60 en los títulos más variados: Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, ¡Qué noche la de aquel día!, Un hombre y una mujer, ¿Quién teme a Virginia Woolf? … Hasta el cine de Andy Warhol se contagió, si hemos de creer a Jonas Mekas, quien en 1964 comenzaba uno de sus influyentes artículos en el Village Voice alabando a Leacock, Pennebaker y los Maysles, para decir a continuación que la “obra de Warhol era el último grito en cine directo”, lo que no deja de resultar divertido.18 Extraños compañeros de cama estos del trabajo (alabemos ahora a los operadores) de Raoul Coutard con Godard o de Sven Nykvist con el Bergman de los años 6019. 

[ENTER JAIME PENA] Ya el propio Comolli dejó dicho que “con el directo está presente el propio cuerpo del operador que lleva la cámara; hay esa presión física constante en el acto de filmar; una respiración, un hálito, una presencia20”. La cámara al hombro y siempre en movimiento se ha convertido en uno de los signos distintivos de la herencia del directo, también en una retórica del realismo fílmico. De Cassavetes emanaría un tipo de filmación centrada en el actor, no en su interpretación propiamente dicha, es decir, no en su caracterización de un personaje ni en la dicción de unos diálogos, sino en sus movimientos corporales. Un “cine del cuerpo” que influiría en cierto cine francés de los años setenta, en especial en esa generación heredera de la Nouvelle Vague que estaría constituida por nombres como Jean Eustache, Maurice Pialat o un Philippe Garrel que pasará también por una etapa warholiana en títulos como Les Hautes solitudes (1974) y Le bleu des origines (1978). Un cine que también cultivará la generación posterior a través de nombres como Olivier Assayas o Claire Denis. Así, cuando ésta filma a la bailarina Mathilde Monnier en Vers Mathilde (2005) somos conscientes que su interés no radica en construir un documental sobre ella sino  en filmar su cuerpo, la gestualidad de sus movimientos y en ningún caso una coreografía que queda difusa tras unos planos demasiado cercanos. Se produce así una suerte de abstracción de la imagen que, ahora
sí, contradice el espíritu del propio directo. ¿Documentales sobre el cuerpo? Ya que hablamos de operadores, no nos podemos olvidar del último de ellos, del australiano Christopher Doyle que, sobre todo en sus trabajos para Wong Kar-wai, ha llevado este tipo de movimientos de cámara a un alto grado de estilización21.

Esta retórica de la imagen tiene su origen en el paradigma del directo y en la que, muy probablemente, constituiría la primera de sus contaminaciones: el realismo británico de la escuela de la BBC. Mezclando las técnicas de rodaje del documental con los recursos narrativos de la ficción, Ken Loach realizó en 1966 Cathy Come Home para el programa The Wednesday Play. La mayoría de los temas que ha seguido explotando en sus más de cuarenta años de carrera ya estaban contenidos en aquella película que constituyó en su día uno de los fenómenos de mayor éxito de la televisión británica de los sesenta, con más de 12 millones de espectadores. También en The Wednesday Play se inició la carrera de otro de estos “realistas” británicos, Alan Clarke, aunque éste casi nunca abandonaría la televisión, la casa madre también y durante todos los años setenta de Mike Leigh. Y, con todo, ellos no fueron los primeros —aunque sí los que tuvieron más impacto popular—  en aplicar las técnicas del documental para acentuar el realismo de sus propuestas o más bien la sensación de verosimilitud que se quería transmitir con ellas. Salvo que aceptemos como dogma universal aquello de que “una película es siempre el documental de su propio rodaje”, habrá que reconocer que en esta voluntad de imitación o suplantación del realismo late también una impostura. El fake lo ha denunciado siempre y, antes que Loach, Clarke y Leigh, ya estaba allí Peter Watkins. En 1964 había realizado para la BBC Culloden en torno a una batalla del siglo XVIII “retransmitida” en directo por la televisión, casi como si se tratase de un partido de fútbol, comentando las peripecias bélicas y entrevistando a los protagonistas. Al año siguiente recibió el encargo de rodar un documental para The Wednesday Play sobre la amenaza nuclear y Watkins respondió con The War Game, otro fake de una gran virulencia que la BBC se negó a emitir. La ficción disfrazada de documental —aun cuando hablamos de ciencia-ficción— se demostró más peligrosa que el propio documental o sus imitaciones.

Esta forma de concebir el cine social con un estilo al que la retórica del directo le proporcionaba un plus de verosimilitud fructificó en toda Europa desde mediados de los años noventa como respuesta al éxito de un renacido Ken Loach: Riff Raff, en 1990, y Lloviendo piedras, en 1993, lo pusieron de nuevo en el mapa tras unos años dedicado preferentemente al documental. La cámara al hombro y una puesta en escena en apariencia improvisada —encuadres temblorosos, movimientos bruscos, desenfoques— constituyeron sus signos distintivos que incluso llegaron a adoptar cineastas muy alejados en principio de todo lo que podía representar el directo: el Bertrand Tavernier de Hoy comienza todo (1999). De ahí que por esos años surgiera una especie de confusión que identificaba cine social con los modos del directo, más allá de que la narrativa de todos estos Loach y Tavernier estuviese enraizada en modelos clásicos del melodrama o de cierta épica que poco se alejaba del cine más comercial.

No es este el caso de los hermanos Dardenne, Luc y Jean-Pierre, que, sobre todo en Rosetta (1999), llevarán hasta sus últimas consecuencias este estilo en el que la cámara parece perseguir a los personajes. Una especie de cámara subjetiva que no reemplaza nunca la mirada de los personajes, si acaso, en ocasiones, se interroga sobre lo que ven para volver de inmediato a sus gestos y actos. El cámara de los Dardenne es Alain Marcoen, que pone en práctica un método basado en el llamado efecto sorpresa. La cámara parece subordinada a las decisiones imprevistas de los personajes, como si siempre llegase unas décimas de segundo tarde al acontecimiento, transmitiendo una sensación de constante improvisación a la puesta en escena: los personajes parecen actuar por su cuenta y el cineasta es tan sólo un testigo privilegiado que responde a sus actos con la mayor inmediatez posible22. Al mismo tiempo, el sonido está claramente hipertrofiado. Desaparece todo rastro de música extradiegética, sustituida por una potenciación del sonido ambiente, del caos sonoro del mundo urbano, extrayendo del Dolby todo su potencial.

En Rosetta, más que en otros títulos de los Dardenne, el relato clásico queda reducido a su esqueleto, despojándose de buena parte de los elementos característicos de la ficción, desde la caracterización psicológica de los personajes a la dramatización causal, ya no son sólo las escenas las que comienzan in media res, se podría decir que la propia película comienza de ese modo, profundizando en la confusión entre lo que con anterioridad eran dos territorios bien definidos y diferenciados: el documental y la ficción. Varias películas portuguesas de esos mismos años inciden en este mismo conflicto, Os mutantes (Teresa Villaverde, 1998), Noites
(Cláudia Tomaz, 2000), películas de un realismo descarnado que continúan el filón abierto por Pedro Costa en Ossos (1997). La prueba de que los límites entre documental y ficción habían llegado a ser más porosos que nunca es que Costa retomará a los actores no profesionales que protagonizaran Ossos para, sin solución de continuidad, filmar su vida cotidiana en los documentales No quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2006), sobre los que volveremos.

El más reciente ejemplo de este tipo de cine —aceptemos por esta vez el calificativo— “social” vendría representado por la última de las modas del cine de autor internacional: el nuevo cine rumano, consagrado a raíz del triunfo en Cannes de 4 meses, 3 semanos, dos días (Cristian Mungiu, 2007), si bien su punto de ignición sería una película que representa la más soberbia síntesis de ficción y directo que imaginarse pueda. The Death of Mr. Lazarescu (2005) narra la odisea de un anciano a lo largo de una noche por cuatro hospitales de Bucarest que no consiguen diagnosticarle un dolor. Cristi Puiu, su director, rueda esta trama preñada de humor negro como si de un documental se tratase. Y no un documental cualquiera, sino cualquier ejemplo que se quiera tomar del directo, ya sea Hospital (Frederick Wiseman, 1970) o Urgences (Raymond Depardon, 1988), demostrando lo productiva que puede ser en ocasiones la convergencia de dos mundos en principio tan opuestos.

Si hay un hecho incuestionable acaecido en estos últimos diez años es el de cómo, precisamente, estas fronteras entre el documental y la ficción se han ido diluyendo. Ha sido una evolución progresiva que nos ha llevado de la convergencia hasta una suerte de híbrido entre uno y otra y que, en buena medida, ha venido motivada por una revolución tecnológica, la del digital. Una vez que se comienzan a generalizar los rodajes en vídeo, ya sea en Betacam, DV, Mini DV o, más adelante, HD, el cine ya no será el mismo. Nos referimos, claro está, al cine independiente y al documental, aunque más avanzado el período incluso el cine industrial o las producciones de Hollywood se beneficiarán de esta novedad. La tecnología permite abaratar los rodajes hasta límites insospechados, pero sobre todo pone al alcance del cineasta una paleta de recursos expresivos mucho más amplia... muchos de los cuales, en el caso del cine de ficción, acentuarán esa convergencia con los métodos del directo.

La renuncia al celuloide y el rodaje con formatos videográficos digitales fue anticipada por una serie de cineastas europeos, sobre todo a partir de la irrupción del movimiento Dogma 95 en el Festival de Cannes de 1998 con Los idiotas y Celebración. Sus respectivos directores, Lars von Trier y Thomas Vinterberg, se sirvieron de unas simples cámaras domésticas de vídeo. Más allá
de lo que tuvo de astuta estrategia comercial, las películas Dogma demostraron que, gracias a los nuevos sistemas de kinescopado, una película rodada en vídeo, por muy de baja gama que este fuese, se podía exhibir en una sala comercial sin  que importasen sus más que obvias deficiencias, desde la escasa iluminación de algunos de sus planos, a la falta de foco de otros, pasando por el abultado grano de la imagen, eso cuando todas estas circunstancias no iban de la mano. Aunque su gran mérito quizás estriba en haber convencido a la industria, los críticos y el público de que una película comercial no tenía por qué cumplir con unos estándares mínimos de calidad. Pese a que en el fondo su argumento las acercaba a los viejos films de tesis, la principal conquista de estas películas y todo el ruido que montaron fue la abolición de la dictadura de las imágenes hermosas y perfectas: las películas Dogma non son películas con una buena fotografía, al contrario, son películas voluntariamente descuidadas, por mucho que este descuido esconda un artificio voluntario. Al mismo tiempo, la inmediatez del vídeo trajo consigo que se ampliase el campo de lo decible y que se tolerasen imágenes de sexo explícito poco antes inimaginables fuera del gueto del porno. Como puede intuirse, es la tecnología del digital la que en esta ocasión, como en su día lo pudieron representar los equipos ligeros de filmación y registro del sonido, sube un nuevo escalón en esa utopía de acercarse a lo real con los menos intermediarios posibles: o cuando la ficción converge con el directo, tema que ahora nos ocupa.

Pero no fue sólo el cine independiente de autor el que se benefició de las nuevas posibilidades narrativas e industriales del digital. También el cine de género supo sacarle un gran partido, en particular como consecuencia del éxito de la película de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, The Blair Witch Project (2000). Basada en una extraordinaria estrategia publicitaria que la vendía como las imágenes que habían dejado grabadas unos estudiantes que realizaban una investigación sobre la bruja del título en el interior de un misterioso bosque, la película aplicaba los recursos característicos del falso documental al cine de terror. La presunta verosimilitud de las imágenes se apoyaba en sus cualidades imperfectas, en su montaje abrupto, en su carácter inconcluso. El tono terrorífico venía dado por su utilización del fuera de campo, puesto que sólo se utilizaba una única cámara —o al menos un único punto de vista— de tal modo que el contraplano era imposible. Todos los recursos del directo estaban allí, también los tiempos muertos, la sensación de espera, los sonidos exclusivamente diegéticos, una pantalla que de improviso se oscurecía por la ausencia de luz artificial... Todas estas cualidades fueron retomadas por Jaume Balagueró y Paco Plaza en su [REC] (2007), trasladándolas a un universo si cabe más familiar con el directo: un reportaje televisivo protagonizado por una brigada de bomberos, una presentadora y un cámara, el cámara.

Sin embargo, este “menos es más” del que se sirvió el cine de terror no constituyó la norma habitual. El digital posibilitó auténticos tours de force como el de Lars Von Trier filmando una secuencia de su Dancer in the Dark (2000) con un centenar de cámaras o, su opuesto, los de Alexandr Sokurov o Mike Figgis filmando sendos largometrajes en un único plano, sin corte alguno23. De ambas circunstancias podemos concluir que el digital trajo consigo la oportunidad de acumular horas y más horas de grabación dado el reducido coste del soporte, así como, y esto será mucho más importante a todos los niveles, realizar tomas de una duración inimaginable en un soporte fílmico que, al menos en 35mm, nunca podía exceder los 10 o 12 minutos de un chasis de cámara. Es fácil concluir las extraordinarias consecuencias que la revolución digital tendrá en el documental, que vivirá a partir de estos años una edad de oro y que, en parte, supondrá un retorno del directo al primer plano de la actualidad. El digital parecía haber nacido para el directo gracias a la inmediatez y discreción que comportaban las pequeñas cámaras de vídeo, algo de lo que son testimonio dos documentales tan distintos como Los espigadores y la espigadora (Agnès Varda, 2000) o  No quarto da Vanda, que representarán dos de las tendencias dominantes del documental digital: el documental en primera persona y el que supone una vuelta al directo24, en ambos casos compartiendo muchas de las cualidades estéticas de imperfección de la imagen de su hermano, el cine de ficción digital, así como sus cualidades industriales,  o anti-industriales, ya que el cineasta nunca fue tan autor único y exclusivo como con el digital. Ya lo exponía Comolli en su famoso artículo de 1969: “Las técnicas del directo no convienen ni a la industria ni a la estética del cine de re-presentación25”. Sustitúyase “directo” por “digital” y la sentencia de Comolli mantendrá toda su vigencia en la actualidad.

Volviendo a la ficción que, no lo olvidemos, es el tema que nos ocupa, en los primeros años del siglo XXI se puso de moda una tendencia que podríamos denominar estética del vacío constituida por películas que proponían una suerte de borrado de la narración que continuaría una tradición que podríamos rastrear desde los pillow-shots de Ozu y loos tiempos muertos de Antonioni a ciertas películas de los años setenta de Monte Hellman, Philippe Garrel o Wim Wenders. Estas películas tendrían en los planos largos, en ocasiones planos-secuencia, uno de
los signos distintivos de su estilo. Unos planos largos vacíos y, por lo tanto, sin nada que ver con otra tradición que podríamos identificar con la de Mizoguchi, Jancsó, Angelopoulos y que continuaría en Béla Tarr o Hou Hsiao-hsien, con una puesta en escena muy elaborada y compleja, perfectamente calculada, plena de significado, en la que, en casos como los de Angelopoulos, llegarían a confluir en un mismo plano distintos momentos históricos26. Ficciones puras, por completo alejadas de ese paradigma de la no intervención impuesto por el directo. Nada que ver, por lo tanto, con esta nueva tendencia del plano largo sustentada en un vaciado narrativo que cede todo el protagonismo a la improvisación y a la epifanía del azar. Unos planos largos que, al ser entendidos como tiempos muertos, subrayan su dimensión temporal, ponen en escena el tiempo, un tiempo que el cine convencional de ficción acostumbra a manipular. En Los muertos (2004), Lisandro Alonso narra el retorno a su hogar de un hombre que acaba de cumplir una larga condena en la cárcel. Siguiendo el curso de un río, el viaje se configura como el único tema de la película. Vemos a su protagonista degollando una cabra que encuentra en el camino o extrayendo la miel de una colmena, actividades filmadas en planos largos sin el recurso habitual al montaje que nos haría sospechar de la veracidad de sus actos. Es evidente que no se trata de un actor, sino de una persona que parcial o totalmente se interpreta a si mismo. En su primera película, La libertad (2001), Alonso había llevado esta estrategia todavía más lejos al prescindir de cualquier rastro de argumento. Su protagonista era un hombre que vivía y trabajaba en el bosque y el tema de la película lo constituye su actividad cotidiana, un tema depurado de cualquier atisbo de recursos dramáticos —que sí están presentes de forma muy tímida, en Los muertos. La pregunta que subyace en su cine es saber cuál es el grado de intervención de Alonso, qué hay de documental y de ficción en unas películas en las que no hay duda que sus protagonistas, Argentino Vargas y Misael Saavedra, actúan cómo y dónde viven. ¿Basta esta constatación para que podamos calificar estas películas como documentales? La gran conquista de Alonso es que, salvo que manejemos información adicional, sus películas nunca llegan a desvelar su verdadera identidad, incluso para el espectador más avezado, de tal modo que no llegaremos a saber a ciencia cierta si nos encontramos ante un genuino directo fruto del azar o ante su parodia: un fake en toda regla.

El azar parece contrario a una dinámica de planos cortos amparada en el montaje. Hay que esperar ese instante de revelación, de un gesto, de una luz, de un golpe de viento, de la
realidad, en definitiva, que sólo es posible cuando el cineasta se arma de paciencia. Y este sólo se producirá si se ha dejado un margen a la improvisación. Por supuesto, no estamos hablando de nada novedoso. Jacques Rivette y Eric Rohmer se han servido de este (no) recurso durante buena parte de su carrera27, pero parece que su importancia se ha incrementado con el tiempo, hasta el punto que determinados cineastas como José Luis Guerin optan por renunciar a la clásica dicotomía documental-ficción y se decantan por establecer una clara separación, al menos en lo que a su filmografía se refiere, entre dos modelos de cine en función de su sujeción a las normas del azar. Por ejemplo, una película como En la ciudad de Sylvia (2007) estaría totalmente calculada y coreografiada, incluso ese ballet urbano que en una primera impresión podría ser calificado de “documental”. Muchas de las películas realizadas al amparo del Máster de Documental de la Universidad Pompeu i Fabra, y en especial En construcción (José Luis Guerín, 2001) y El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2003), han utilizado una estrategia contraria. ¿Documentales contaminados por la ficción o ficciones contaminadas por el documental? El azar sí que ha jugado en estos títulos, y otros como La leyenda del tiempo (Isaki Lacuesta, 2006), un papel tan esencial que quizás lo más sensato —y para no enredarnos en cuestiones terminológicas— sería considerarlas ficciones contaminadas por el directo. También otro cineasta catalán, Albert Serra, filma —en digital— a sus actores de Honor de cavallería (2006) en largas tomas que conceden una gran importancia a eso que Àngel Quintana ha denominado “revelación de lo fortuito”.

Siempre se ha querido vincular el estilo del cine salido de la Pompeu i Fabra con el Víctor Erice de El sol del membrillo (1992) o el Guerín de Innisfree (1990). No hay duda alguna de esta relación, como tampoco la debería haber con la deuda que mantendrían algunos de estos cineastas con Abbas Kiarostami. El director iraní había iniciado su carrera a comienzos de los años setenta trabajando para una institución educativa de su país, la Kanun. Buena parte de su filmografía inicial estaba constituida por documentales y films educativos, así como por una serie de largometrajes de ficción de una tendencia realista que podríamos asociar con todo este asunto que nos ocupa. Kiarostami se reveló en occidente a partir del cambio de décadas entre los ochenta y los noventa, en particular con sus películas ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), Close Up (1990) e Y la vida continúa (1992), que marcó su debut en el festival de Cannes. Estamos hablando, curiosamente, de esos mismos años que las películas de Erice y Guerín, aunque las de Kiarostami aún tardaron algún tiempo más en conocerse en España. Casi todas sus primeras películas hasta ¿Dónde está la casa de mi amigo? estaban protagonizadas
por niños y narraban unas tramas muy simples, “reales como la vida misma”, que se confundía fácilmente con la influencia del documental. Esto dio lugar a un malentendido muy extendido: el de considerar a Kiarostami como un cineasta realista, entre otras cosas porque da la impresión de que cualquier cineasta del tercer mundo, de Satyajit Ray en adelante, sólo tiene en sus manos la capacidad de expresarse a través de una suerte de variación de los modos del neorrealismo. Escenarios naturales, actores no profesionales y una trama mínima = neorrealismo. Como si la autorreflexividad y la poesía no estuviesen al alcance de estos cineastas. Así, lo que a ojos occidentales puede pasar en ¿Dónde está la casa de mi amigo? por  unos ambientes presuntamente realistas, al final resulta que están manipulados y reconstruidos de forma concienzuda: calles, casas, senderos… todo está limpio y adecentado para responder a una visión idealizada del mundo28 que no debe nada al realismo y, mucho menos, al neorrealismo. Una película como Close Up tendría que haber dejado más clara la extraordinaria complejidad de su cine, su carácter esencialmente metanarrativo. Y, aún así, en esta película Kiarostami saca partido de todas nuestras convenciones como espectadores para, como en el caso posterior de Lisandro Alonso, hacernos dudar sobre lo que estamos viendo. Al insertar escenas documentales, las del juicio, éstas se proyectan sobre el resto de escenas, en su mayoría reconstrucciones de sucesos (aparentemente) reales, de tal modo que el límite entre unas y otras queda difuminado. Kiarostami no pretende realizar una contribución a ese inagotable subgénero del “basado en hechos reales”, más bien su voluntad es la de reflexionar sobre los mecanismos narrativos propios del cine y cuestionar  lo que entendemos por realismo. Sí, su cine también está contaminado por el directo pero para darle la vuelta y cuestionar cuánto hay de artificio e intervención en éste.

La carrera posterior de Kiarostami se siguió moviendo por idénticos parámetros estilísticos hasta que en 2002 pegó un brusco giro con la adopción del digital para sus ficciones en Ten. Nos volvemos a hacer la misma pregunta: ¿qué hay de realidad y ficción en esta película minimalista compuesta de diez secuencias y en la que se alternan dos únicas posiciones de cámara? Puede que la respuesta la encontremos en esa especie de secuela que dirigió su protagonista, Mania Akbari, titulada 10+4 (2007) y en la que narra su lucha, real, contra el cáncer. Por supuesto, el cine de Kiarostami se vio continuado por otros cineastas iraníes que, como el Jafar Panahi de El globo blanco (1995) o El espejo (1997), evidenciaban las deudas con su maestro.

En los últimos años estamos siendo testigos de un fenómeno similar que nos llega desde China. Un cineasta que se convierte en el referente de toda una generación y que está marcando un estilo que, quizás, sólo sea la punta del iceberg de lo que está sucediendo en un país tan vasto como el gigante asiático; en cualquier caso, la punta del iceberg que queremos ver desde occidente. Jia Zhang-ke acostumbra a ubicar sus ficciones y a sus personajes en un ambiente real, con lo que sus películas, desde la primera, Xiao Wu (1997), hasta la última, Naturaleza muerta (2006), tienen eso que suele definirse como un “transfondo documental”, por mucho que sus películas sean cien por cien ficciones, en una época en la que además ciertas contaminaciones del directo (la cámara en mano, el sonido directo y la ausencia de música extradiegética, el azar) ya forman parte de una retórica narrativa totalmente codificada. The World (2004) está ambientada en el parque temático de Pekín en el que se reproducen a escala los monumentos más importantes del mundo. El parque es real, los personajes no, pero aquél deja que su impronta sea muy visible en éstos. Naturaleza muerta esta ambientada en la zona de la presa de las Tres Gargantas, en una ciudad a punto de ser inundada por las aguas, mientras se produce el gran éxodo de los habitantes del lugar. Este es el espacio en el que se desarrollan dos historias de ficción, mientras al fondo los operarios trabajan en la demolición de las viejas casas o un gran edificio es demolido. Son las mismas imágenes que pueblan su documental Dong, realizado simultáneamente que su película de ficción. Para Jia Zhang-ke un mismo escenario puede deparar dos lenguajes diferenciados. Dong es un documental, como lo pueda ser la seminal Al oeste de los raíles (Wang Bing, 2003), pero, ¿podemos asegurar que Naturaleza muerta es una ficción? ¿La contaminación del directo no habrá generado ya su propio híbrido?

Como decíamos, hay un nuevo cine chino que podríamos ubicar en este terreno a medio camino entre el documental y la ficción (How Is Your Fish Today?, Mid Afternoon Barks, Little Moth) y que bien puede haber “contaminado” a otros cines de la región. Uno de los más perfectos ejemplos de esta tendencia sería una película como la malaya Love Conquers All (Tan Chui Mui, 2006), penúltimo fruto de ese documental que se quiere ficción o de esa ficción que se quiere documental. La prueba de que estamos asistiendo a una transformación que nos obligará a revisar los paradigmas que hasta ahora nos habían permitido separar el documental y la ficción es que Love Conquers All fue la película encargada de inaugurar el Festival Internacional de Documental de Marsella en su edición de 2007, cuando, años atrás, la película de Tan Chui Mui hubiese sido catalogada como una ficción en cualquier festival del mundo. Al mismo tiempo, el prestigioso Festival de los Tres Continentes de Nantes, uno de los puertos tradicionales de entrada del cine asiático en occidente (Jia Zhang-ke entre ellos), decidió aunar
sus dos secciones competitivas, la de documental y la de ficción, en una sola —en la que venció un documental—, dada la emergencia de un tipo de películas inclasificables cada vez más numeroso. ¿Será éste el híbrido del que hablamos? ¿Será que la contaminación ha devenido en mutación? 



1 Cf. Brett Mills, “Comedy Verite: Contemporary Sitcom Form, Screen nº 45, primavera de 2004. La escritura de vérité sin acentos no es una errata: se refiere al -confuso- término propuesto por Brian Winston para designar una tercera vía, una “forma bastarda” entre el vérité y el cine directo: un pastiche de ambos estilos que es el adoptado por las televisiones británica y norteamericana. Véase Brian Winston, “Flies on the Wall: The Influence of Direct Cinema”, en Claiming the Real. The Documentary Film Revisited, BFI, Londres, 1995, pág. 210 y ss. 
2 Cf. Ethan Thompson, “Comedy Verite? The Observational Documentary Meets the Televisual Sitcom”, The Velvet Ligh Trap, nº 60, otoño de 2007.
3 Cf. Pepe Colubi, “Réquiem por el género”, El País, encarte EP3, nº 134, 21 de diciembre de 2007, pág. 21, en donde se refiere a series como éstas con el apelativo de “Dogma sitcom”, buscando una filiación con el movimiento Dogma 95.
4 Como dice el propio Farocki, “No se puede reconocer a los trabajadores como tales en cuanto salen por la puerta de la factoría.Un momento después ya no es posible distinguirlos de los demás peatones”. Cf. Rembert Hüser, “Nine Minutes in the Yard: A Conversation with Harun Farocki”, en Thomas Elsaesser (ed.). Harun Farocki. Working on the Sightlines, Amsterdam University Press, 2004, pág. 308. Véase también en esa misma edición el texto de Farocki sobre su película, “Workers Leaving  the Factory”, en donde incluye la intrigante sugerencia de que la película de los Lumière podría verse como instancia precursora de las actuales cámaras de vigilancia… (Ibid., pág. 238).
5 Jean-Louis Comolli, “Del realismo como utopía”, en Jorge La Ferla (coord.) Filmar para ver. Escritos de teoría y crítica de cine, Edic. Simurg/Cátedra La Ferla (UBA), Buenos Aires, 2002, pág. 189.
6 Louis Marcorelles, Living Cinema. New Directions in Contemporary Film-making, George Allen & Unwin Ltd., Londres, 1973, pág. 39.
7 Habría que mencionar en esta genealogía los experimentos de Renoir en los años 30 (como la seminal Toni, de 1935) y, ya en los 50, los mucho menos conocidos cortos del free cinema, en especial los que tantearon el empleo del sonido directo: Thursday’s Children (1953), Every Day Except Christmas (1957)  o We Are the Lambeth Boys (1958).  Estas películas eran documentales pero se enfrentaban a los mismos problemas de rodaje (la inmovilidad de las pesadas cámaras, principalmente) que el cine de ficción.
8 Winston, “Flies on the Wall: The Influence of Direct Cinema”, op. cit. pág. 211.
9 Jean-André Fieschi, entrevista con Jacques Rivette, en La Nouvelle Critique, núm 63, abril 1973. Citamos por  la versión aparecida en Jonathan Rosenbaum (ed.): “Rivette. Texts and interviews”, BFI, Londres, 1977, pág. 39.
10 Citado en Antonio Weinrichter, Wim Wenders, JC, Madrid, 1981, pág. 24.
11 Uncontrolled Cinema es el título de un famoso artículo de Leacock, uno de los impulsores del cine directo.
12 Citada en M. Ali Issari y Doris A. Paul, What is Cinéma Vérité?, Scarecrow Press, Metuchen N.J., 1979, pág. 16. El artículo de Patricia Jaffe es de 1965.
13 Ibid. El artículo de Mario Ruspoli es de 1964.
14 Cf. Rosenbaum op. cit. pág. 39.
15 Jean-Louis Comolli, “Le détour par le direct”, Cahiers du cinéma, nº 209 (febrero de 1969) y nº 211 (abril de 1969).
16 Thomas Elsaesser, “Reflection and Reality”, Monogram, nº 2, 1970.
17 Alain Bergala, “Roberto Rossellini y la invención del cine moderno”, en El cine revelado, Paidós, Barcelona, 2000, pág. 28.
18 Cf. Jonas Mekas, Movie Journal: The Rise of a New American Cinema 1969-1971, Macmillan, Nueva York, 1972, pp. 153-155.
19 Imposible no evocar aquí esos momentos de En Passion (Pasión, 1968) en los que los personajes protagonistas (no los actores) se dirigen a cámara, como respondiendo a una entrevista: un recurso heredero directo del vérité participativo que luego ha sido ampliamente imitado.
20 Jean-Louis Comolli, Filmar para ver. Escritos de teoría y crítica de cine, Ediciones Simurg / Cátedra La Ferla (UBA), Buenos Aires, 2002, pág. 129.
21 Es curioso como esa forma de filmar que podríamos identificar con el “cine del cuerpo” ha podido trasladarse sin mayor contradicción a algo tan opuesto al directo y al realismo como el cine de época. Véase sino Van Gogh (Maurice Pialat, 1991) y Les destinées sentimentales (Olivier Assayas, 2000) que nos demuestran cómo la voluntad de estilo está en ocasiones por encima de la sumisión de éste a un modelo concreto de cine... Salvo que nos cuestionemos si es posible hacer “realismo de época”, al menos de la forma que lo abordan Pialat y Assayas.
22 Debemos a los comentarios de José María de Orbe estas precisiones sobre estos métodos de rodaje que él también puso en práctica en su película La línea recta (2006).
23 Estamos hablando, respectivamente, de El arca rusa (2002) y Time Code (2000), si bien esta última estaba compuesta en realidad de cuatro planos simultáneos en una pantalla dividida, cuatro planos que se prolongaban durante toda la duración de la película y que convergían en la secuencia final en un mismo escenario y con los cuatro puntos de vista.
24 Juventude en marcha partirá de un sustrato documental, real, para reelaborarlo como una película de ficción, acentuando los rasgos formales. En esta película el directo es el punto de partida, no la meta.
25 Jean-Louis Comolli, op. cit., pág. 52.
26 Sobre esta corriente puede leerse el muy recomendable David Bordwell, Figures Traced in Light. On Cinematic Staging, University of California Press, Berkeley, 2005, centrado en estudios individuales sobre Louis Feuillade, Kenji Mizoguchi, Theo Angelopoulos y Hou Hsiao-hsien.
27 Àngel Quintana, Fábulas de lo visible. El cine como creador de realidades, El Acantilado, Barcelona, 2003, en especial el capítulo “La presencia del azar como signo de lo real”, pp. 209-225.
28 Alberto Elena, Abbas Kiarostami, Cátedra, Madrid, 2002, pp. 98-99.