23 jul 2012

Cine colombiano


Los buenos días del cine colombiano
por Orlando Mora, Crítico de cine y jefe de programación del Festival de Cine de Cartagena


A diferencia de lo que sucede en países como México, la Argentina y el Brasil, que poseen una tradición cinematográfica fuerte desde la época del cine mudo y conocieron momentos que se valoran como una edad dorada, el cine colombiano no ha tenido en su historia un período que pueda considerarse de esa manera.
ÓSCAR RUIZ NAVIA. El vuelco del cangrejo, 2009
Tal vez lo más parecido a ese tipo de apreciación se presentó en los años ochenta, cuando el proyecto de apoyo a la industria nacional que condujo la Compañía de Fomento Cinematográfico, Focine, cosechó resultados valiosos y, en todo caso, sin antecedentes en el pasado. Por primera vez, el cine colombiano tuvo en esos años una producción continua de largometrajes y una serie de directores que venían ensayando con el cortometraje desde los setenta pudieron realizar sus óperas primas.

Ya se sabe que el intento que promovía Focine, simultáneo a otros similares impulsados por varios entes cinematográficos latinoamericanos, fracasó finalmente y la entidad desapareció del mundo jurídico y económico. Esa extinción tuvo causas distintas, pero por lo menos dos especialmente dignas de destacar: por un lado, el avance de las tesis neoliberales en los gobiernos del continente y, por el otro, los errores propios de lo que se hacía y de las prácticas que se desarrollaban.


Recordemos que en la década del ochenta se convirtió en dogma económico la necesidad de reducir el tamaño del Estado y dejar en manos exclusivas de los particulares los negocios susceptibles de ser manejados por ellos. Confiar a las bondades de la libertad del mercado el destino de todos los negocios fue un desatino. Y en el caso de una industria cultural tan fuertemente competitiva como la del cine, que además padece la presencia del monopolio norteamericano, supuso una especie de suicidio. Fue así como la producción cinematográfica en Colombia y en varios de nuestros países se paralizó y hubo que esperar hasta comienzos de la década siguiente para que la situación comenzara a revertirse.

En cuanto a los errores propios, la manera en que el Estado fue perdiendo su condición primigenia de ente de apoyo a la industria del cine –al pasar de ser quien otorgaba préstamos en buenas condiciones, a cumplir luego el papel de coproductor de películas colombianas y, finalmente, ser productor exclusivo de algunos de los títulos de esa década–, enturbió la naturaleza de su intervención. El Estado nunca debió, ni debe, asumir el rol de productor.

Una nueva ley
Muchos años tuvo que esperar Colombia para volver a tener una norma que fomentara el apoyo sistemático a una industria nacional de la producción de cine. Recién en 2003 se expidió la ley 814, el nuevo marco legislativo que ofreció las condiciones favorables para volver a realizar películas de forma estable y en un número mínimo suficiente, y entonces, comenzar a pensar en una verdadera industria. En esa norma está el origen de todo lo que hoy acontece con el cine colombiano. Nada de lo que ha sucedido a partir de entonces resulta entendible con prescindencia de dicha ley y de los nuevos términos fijados por ella, que recogieron con acierto las experiencias de las fallidas normas de los ochenta y también lo que se habían adelantado en otros países como la Argentina, el Brasil y España, en cuanto a reglamentación de apoyo al cine.

Si bien no es este el lugar para explicar con detalle el contenido de esa ley, podemos señalar que se trata de una norma excepcionalmente breve y concreta, que se aprobó luego de un largo proceso de investigaciones y concertaciones. Uno de sus principales logros fue mantener la producción de cine como una actividad privada y, a la vez, crear mecanismos de atracción para los inversionistas particulares, única vía para sostener la construcción de una industria. Otro de los aciertos fue el esfuerzo por garantizar que el estímulo a la producción contara con la aceptación y con la vinculación de los responsables de la distribución y la exhibición, sectores que en los ochenta no habían sido tenidos en cuenta. En esa época se desencadenó una lucha desigual en la que ellos únicamente buscaron beneficiarse de las normas, introduciendo costumbres comerciales que se desviaban por completo de los fines perseguidos por el legislador de entonces.

Si las previsiones de la ley son, en términos generales, plausibles, también es afortunada la manera como ella confía su aplicación a un Consejo Nacional de la Cinematografía en el que participan los tres sectores de la industria, acompañados por representantes del gobierno y de la comunidad cultural. Ese consejo podrá eventualmente equivocarse en las medidas que tome, pero lo importante es que siempre serán errores y no prácticas corruptas o trampas en beneficio de alguien en particular.

Los resultados de la ley empiezan a sentirse en forma sostenida a partir del año 2005. Colombia comienza a tener un número de estrenos de cine nacional al año bastante llamativo, que oscila entre los diez y los doce títulos. A partir de esa cantidad es posible plantearse el tema de la calidad y de los caminos por los que debe transitar nuestra cinematografía. Pero, antes de llegar a este último punto, que es realmente el que más nos interesa, vale la pena destacar la notable respuesta de público que han logrado las películas colombianas en esta etapa. Salvo algunos casos aislados, la mayoría de los films fueron vistos por más de 50.000 espectadores, un número que es envidiado por los productores de muchos países de la región.

El camino a seguir
¿Cuáles son las líneas sobre las que se debe mover el cine colombiano? Casi desde el comienzo de esta nueva etapa se ha actualizado la inevitable discusión entre si lo correcto es poner el énfasis en un cine más de industria, más comercial o si es mejor orientar los apoyos hacia un cine más personal y de calidad.

Es posible un cine que no renuncie a lo personal de las propuestas, que busque mantener el toque de autor en la expresión de mundos y sentimientos auténticos, sin colocarse por ello de espaldas a la taquilla ni propiciar un cine de autistas.Hasta el año 2008, la queja de quienes impulsan este último tipo de cine fue considerable. Muchos argumentaban que lo que se estaba ganando en la industria, con películas realizadas dentro de los plazos estipulados y con buena respuesta de público, suponía un costo muy alto en materia de calidad y no permitía mostrar imágenes más verdaderas sobre el país.

Pero, desde el año pasado, esa valoración ha cambiado bastante. La participación de Los viajes del viento, de Ciro Guerra, en la sección oficial “Un certain Regard” del Festival de Cannes marcó ese giro. Luego siguió una serie de reconocimientos internacionales: la invitación a El vuelco del cangrejo al Festival de Cine de Toronto y el premio de la Fipresci a Mejor Película en el Foro del Festival de Berlín en febrero de 2010; la participación de La sangre y la lluvia, de Jorge Navas, en la Muestra de Venecia de septiembre del 2009 y su premio en el Festival de Tesalónica del mismo año, y la presencia de Retratos en un mar de mentiras, de Carlos Gaviria, en el Festival de Berlín de 2010 y el premio a la Mejor Película Iberoamericana en el festival de Guadalajara de 2010.

Estos reconocimientos en el exterior hicieron que en la actualidad muchas miradas se dirijan hacia el cine colombiano, que es observado con interés por los programadores de algunos de los festivales más importantes del mundo. Obviamente, esa atención obedece en el fondo al hallazgo de títulos en los que prima la intención creativa, más allá de las resistencias o las reservas que pueden generar en un público cada vez más acostumbrado a los códigos del cine comercial y reacio a propuestas poco convencionales.

Los buenos resultados de crítica no pueden llevar a desconocer la importancia y la necesidad de seguir pensando en un cine que se preocupe por el espectador. Hay que evitar el error de creer que al público sólo se lo puede atraer con un cine grueso y carente de calidad. Es posible, y a eso hay que apostar, un cine que no renuncie a lo personal de las propuestas, que busque mantener el toque de autor en la expresión de mundos y sentimientos auténticos, sin colocarse por ello de espaldas a la taquilla ni propiciar un cine de autistas, que busca el hermetismo casi como señal inequívoca de calidad, en una confusión que puede derrumbar aquello que con tanto esfuerzo se está edificando.

Un cine nacional no puede existir ni concebirse por fuera de una relación con su público. Hay que contarle historias que le interesen y en las que se sienta reflejado, en un proceso de búsqueda que así convierta el cine en un aliado de la recuperación de la identidad nacional, un valor contra el que atenta hoy más que nunca una industria cultural internacional que promueve productos cada vez más insípidos y homogéneos.


Publicada en TODAVÍA Nº 23.
http://www.revistatodavia.com.ar/todavia27/23.cinenota.html
Junio de 2010