23 jul 2012

Cine Uruguayo


Una década prodigiosa. Los caminos del cine uruguayo
por Jorge Jellinek, Crítico de cine. Director artístico del Festival Piriápolis de Película


El cine uruguayo ha vivido una importante transformación en la primera década del siglo XXI. De ser casi inexistente, ha pasado a tener una producción anual de unos diez largometrajes, logrando premios en festivales internacionales y ganando un merecido espacio en el panorama latinoamericano.

PABLO FERNÁNDEZ. Reus, 2011
 El año 2001 representó un punto de inflexión. En febrero, una película hecha por unos jóvenes recién egresados de cursos universitarios y que llevaba el sugestivo título de 25 watts, se consagraba con el Tiger Award en el Festival de Rotterdam. Esto marcaba toda una novedad en el panorama de los grandes festivales en los que el cine uruguayo era virtualmente desconocido. El film, dirigido por los veinteañeros Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, aportó una mirada fresca, original y de calidad y representó el debut de una nueva generación que con decisión y capacidad, estaba dispuesta a romper con ciertas inercias, con décadas de frustraciones y demostrar que aun con mínimos recursos era posible hacer buen cine en el país.

En mayo de ese mismo año, se estrenaba en Montevideo, con gran despliegue mediático, otra producción que estaba llamada a sorprender con su resultado. Dirigida por Beatriz Flores Silva, quien se había formado en Bélgica, En la puta vida captó la atención y generó polémica, no solo por la audacia en su título, sino por el nivel de producción y el desenfado para armar una comedia con tonos que iban de la picaresca al grotesco. Este film, inspirándose en hechos reales, denunciaba la problemática de las mafias de trata de blancas que llevaban a jóvenes uruguayas al continente europeo. Irregular en su resultado, sin embargo la película fue vista por 150 mil espectadores y se convirtió no solo en el mayor éxito del cine uruguayo (lo sigue siendo hasta hoy), sino que superó en la taquilla al resto de los estrenos, incluidos los de Hollywood. Demostró que había un público potencial receptivo para su propio cine.


Mucho ha cambiado en los diez años transcurridos desde entonces. En ese momento el estreno de una película uruguaya era todo un acontecimiento y parecía que el cine nacional “nacía” con cada nuevo título. A partir de allí, la producción no solo no se detuvo, incluso ante la crisis económica de 2002, sino que siguió creciendo y consolidándose hasta llegar a una media de entre ocho y diez títulos, incluyendo ficción y documental, que salen al circuito de salas comerciales. En 2008 finalmente se aprueba en el Parlamento la Ley de Cine, que genera un fondo de un millón de dólares para apoyar la producción nacional y convierte al INA (Instituto Nacional del Audiovisual), hasta entonces una pequeña oficina del Ministerio de Cultura sin recursos propios, en el ICAU (Instituto de Cine y Audiovisual del Uruguay), lo que supuso todo un cambio en el concepto de gestión. Por primera vez el Estado uruguayo se comprometía decididamente con la incipiente industria audiovisual nacional.

Desde entonces películas como Whisky, que cosechó decenas de premios, incluido el Goya, El baño del Papa, Gigante (Oso de Plata en Berlín), Mal día para pescar, y documentales como El círculo y La sociedad de la nieve, han confirmado un nivel que resulta sorprendente para una cinematografía con tan escasa producción. De esta forma, el cine uruguayo se ha ubicado en un sitial relevante dentro de un panorama de renovación que se instaló en la pasada década en otras cinematografías del continente, especialmente en los países con largas tradiciones como la Argentina, Brasil y México, pero también en Chile, Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador.

Los orígenes lejanos
Este desarrollo, aunque pueda parecer sorprendente, se apoya en algunos elementos que lo explican y sustentan. En primer lugar, Uruguay fue durante el siglo XX un país “sin cine”, o como afirma el especialista Luciano Álvarez en su libro La casa sin espejos, carecía de una imagen propia en la pantalla. Sin embargo, fue paradójicamente un país con una rica tradición de cultura cinematográfica. En medio de un panorama social desarrollado (Uruguay era “la Suiza de América”) surgió en la década del treinta una crítica cinematográfica rigurosa, con nombres como José María Podestá, Arturo Despouey (creador en 1936 de la revista pionera Cine Actualidad) y más tarde Homero Alsina Thevenet, Hugo Alfaro, Emir Rodríguez Monegal, Antonio Larreta y José Carlos Álvarez, entre otros, que generó toda una corriente de pensamiento que aún hoy se conserva.

A fines de los cuarenta se genera un fuerte movimiento cineclubista, surge la cinemateca estatal, llamada Cine Arte del SODRE, ubicada dentro de un organismo de radiodifusión que nucleaba también múltiples
cometidos. No por casualidad en 1951 se realiza en Punta del Este el Primer Festival de Cine hecho en Latinoamérica y un año más tarde, en el segundo festival, la crítica uruguaya y por extensión rioplatense “descubre” antes que en el continente europeo a Ingmar Bergman. Ese mismo año los cineclubes dan origen a la Cinemateca Uruguaya, institución privada que se convirtió en uno de los principales archivos fílmicos del continente.

Uruguay fue durante el siglo xx un país “sin cine”, o como afirma el especialista luciano álvarez en su libro la casa sin espejos, carecía de una imagen propia en la pantalla. sin embargo, fue paradójicamente un país con una rica tradición de cultura cinematográfica. La producción de cine, en cambio, siempre estuvo huérfana del apoyo estatal. Se hizo a impulsos de pioneros, con escasos medios, pobreza técnica y primitivismo de lenguaje, salvo algunas pocas excepciones, como El pequeño héroe del arroyo de oro, de Carlos Alonso, realizada en 1929 en versión muda y que rescataba con intensidad un caso policial que había conmovido al país. El sonido llegó tardíamente y no trajo grandes avances, con modelos que copiaban al cine más popular de la vecina Argentina. Recién a instancias del movimiento cineclubista una nueva generación, influenciada por la renovación de la posguerra, intentaría propuestas más creativas, especialmente en cortos y documentales. La década del sesenta permitió que realizadores como Ugo Ulive y Mario Handler retrataran las convulsiones políticas y el deterioro social y económico que en esos años había barrido con la ilusión de prosperidad. Un cine urgente, de fuerte valor testimonial –con títulos clave como Carlos, Elecciones, Me gustan los estudiantes o Liber Arce, liberarse– que fue clausurado luego del golpe militar de 1973, que llevó a muchos de esos cineastas al exilio.

La apertura democrática en 1985 abrió un panorama diferente al retornar al país realizadores que habían ganado experiencia en el exterior mientras se sumaba una nueva generación formada, pese a todo, bajo el régimen y como parte de un movimiento de resistencia cultural. La incorporación de la tecnología del video, que abarató costos, y la formación de algunas empresas productoras como Cema o Imágenes, que recibieron apoyo de instituciones europeas, permitieron dar los primeros pasos hacia un movimiento audiovisual nacional. Títulos como Pepita la pistolera (1993), de Beatriz Flores Silva, o las audacias formales de El dirigible (1994), de Pablo Dotta, sumados a otras experiencias en video como Una forma de bailar (1997), de Álvaro Buela, Otario (1997), de Diego Arsuaga o la coproducción Patrón (1995), dirigida por Jorge Rocca, comenzaron a marcar una senda, con buena respuesta de público y crítica.
La experiencia acumulada en los años noventa y la incorporación de jóvenes realizadores que egresaban de cursos universitarios conformaron el ambiente propicio para la explosión de calidad y cantidad que surgió en la primera década del nuevo siglo. Pareció entonces que finalmente el cine nacional dejaba de ser una mera quimera, un sueño de unos pocos, para convertirse en una posibilidad concreta que era reconocida internacionalmente y a su vez recibía el apoyo del público. Títulos como Corazón de fuego (2002), de Diego Arsuaga, ganadora del Goya, El viaje hacia el mar (2003), de Guillermo Casanova, ganadora en Huelva, o El baño del Papa (2007), de Enrique Fernández y César Charlone, premio Horizontes Latinos en San Sebastián, o el thriller político Matar a todos (2008), de Esteban Schroeder, lograron combinar calidad artística e industrial con sentido popular, lo que permitió atraer al público y también cosechar elogios y premios en festivales.

Miradas jóvenes
En un estilo más audaz y casi experimental, jóvenes amigos, muchos de ellos participantes de 25 watts y de Whisky, sustentados por la productora ControlZ, creada por Rebella (fallecido en 2006), Stoll y Fernando Epstein, generaron una línea de producción mucho más independiente, austera y minimalista, pero apoyada en el rigor y la calidad de su puesta en escena, fotografía y actuaciones, muchas veces con actores poco conocidos o directamente no actores. Así debutaron realizadores como Manolo Nieto con La pedrera (2006), Federico Veiroj con Acné (2008), Adrián Biniez con la exitosa Gigante (2009) o Pablo Stoll en solitario con Hiroshima (2010). A ellos se sumaron realizadores de una generación anterior como Aldo Garay con la onettiana La espera (2002) o Álvaro Buela con Alma mater (2005), quienes también apostaron por un cine más complejo, que eludía el facilismo para el espectador.

Mención especial merece la producción documental en la que se recuperó a cineastas veteranos como Mario Handler que realizó Aparte (2002) y Decile a Mario que no vuelva (2008), la primera un gran éxito de público con más de cuarenta mil espectadores. Se incorporó además a realizadores como Virginia Martínez con la sólida Ácratas (2000); Aldo Garay y José Pedro Charlo con la excelente El círculo (2008) sobre el líder tupamaro Henry Engler, preso trece años y convertido en laureado científico en Suecia; Gonzalo Arijón con La sociedad de la nieve (2008); Sebastián Bednarik con sus exploraciones en el mundo del Carnaval en La matinée (2007) y Cachila (2008) o el fútbol con Mundialito (2010) o el suceso de público de Hit (2008), de las jóvenes Adriana Loeff y Claudia Abend, un emotivo homenaje a las canciones que marcaron a varias generaciones.

El momento actual encuentra un rico y diverso panorama, donde hay espacio para el policial con tintes sociales de Reus (2011), de Alejandro Pi, Eduardo Piñero y Pablo Fernández, el juego con el terror psicológico en La casa muda (2011), de Gustavo Hernández, la comedia musical con toques almodovarianos de Miss Tacuarembó (2010), de Martín Sastre (proveniente del video arte), el sencillo retrato de un joven y sus dudas de identidad sexual en El cuarto de Leo (2010), de Enrique Buchichio, o el homenaje cargado de cinefilia, nostalgia y fino humor de La vida útil (2010), de Federico Veiroj, en la que quien esto escribe debutó como actor para sorpresa propia y de ajenos.

Sin embargo, en el horizonte aparecen nubarrones por las dificultades económicas que persisten, los fondos internacionales que se achican, la pequeñez del mercado de un país clavado desde hace años en tres millones y medio de habitantes (más cientos de miles en el exterior), que hacen insostenible una producción pensada solo con la perspectiva del público local, sumados a la casi ausencia de las televisoras comerciales en la producción y el declive de la asistencia de espectadores en los últimos años.

Mientras tanto, el cine uruguayo navega en medio del tsunami que trae el nuevo siglo con la revolución digital que abre tantas posibilidades como interrogantes. Esto, sin embargo, no pone en duda el futuro de la producción, asentado en la experiencia exitosa de los últimos años, la decisión firme en el plano oficial de apoyar una incipiente industria cultural que da trabajo a muchos jóvenes talentosos y, sobre todo, en la convicción de los realizadores que siguen renovando el compromiso con un sueño convertido en luminosa realidad. 


Publicada en TODAVÍA Nº 25.
http://www.revistatodavia.com.ar/todavia27/25.cinenota.html
Mayo de 2011