Publicado en Revista Todavía http://www.revistatodavia.com.ar/todavia27/7.oubinanota.html
Hacia fines de los
años sesenta, un puñado de realizadores cinematográficos
argentinos sentaron las bases del actual cine
independiente en el país. Sus films –que no obtuvieron
éxito comercial ni aceptación masiva– proponen una
estética experimental y osada, destacan la potencia
crítica y reflexiva de la ficción y se apartan de la
retórica convencional del cine militante de la época.
Puntos suspensivos de Edgardo Cozarinsky |
Durante la década del sesenta, el Instituto Di
Tella aglutinó muchas de las experiencias estéticas
más provocadoras y promovió a los artistas de
vanguardia que tendrían mayor relevancia en los años
siguientes. Atacado desde la derecha en nombre de la
tradición y las buenas costumbres, sus actividades
eran consideradas irreverentes, carentes de buen
gusto, escandalosas o simplemente inmorales. Al mismo
tiempo, para ciertos sectores de la izquierda radicalizada,
ese tipo de experimentación moderna, sofisticada y cosmopolita,
a la zaga de las vanguardias europeas, era simplemente
la izquierda del sistema: no una verdadera ruptura con
la tradición cultural colonial sino un intento de
renovación esnob y frívolo que podía resultar
progresista pero que se mantenía inequívocamente
dentro de los márgenes del sistema y lo convalidaba...
En
1968, el joven cineasta Alberto Fischerman realizó una
ópera prima que pronto se convertiría en punto de
referencia para los nuevos directores. El film se llamó The Players vs. Ángeles caídos y
participaba plenamente de la atmósfera estética del Di
Tella: Fischerman no sólo reclutó allí a muchos de sus
actores sino que también incorporó a su película las
técnicas del happening, el teatro experimental y
la música contemporánea, que habían encontrado
en el instituto su espacio de expresión natural. Con The Players vs. Ángeles caídos,
el cine argentino se acerca a las vanguardias y entra
en sintonía, aunque tardíamente, con los nuevos cines
del mundo. Mientras que unos años antes, algunos
directores de la llamada Generación del 60 (Manuel
Antín, Rodolfo Kuhn, David Kohon) tomaban como ejemplo las
películas de Michelangelo Antonioni, la influencia más
potente en el film de Fischerman es Jean-Luc Godard. Antonioni y
Godard son dos de los más grandes cineastas modernos y no
se trata aquí de enfrentarlos como si fueran modelos
antagónicos; interesa, más bien, resaltar el cambio que
supuso para los jóvenes directores argentinos la
elección de uno u otro como propuesta estética. En
Antonioni hay, ciertamente, un brusco cambio de estilo
respecto del cine anterior; pero con Godard se produce
una ruptura radical, como si el cine recomenzara desde
otro lugar, apoyándose sobre nuevas premisas creadoras.
En The Players vs. Ángeles caídos
dos grupos de actores se disputan la posesión de un
abandonado set de filmación: cuando llegan los Players
(que se reúnen allí para ensayar La tempestad
de William Shakespeare), los Ángeles caídos se refugian
en las galerías altas del estudio mientras planean
distintas estrategias para reconquistar el territorio. A
partir de esa mínima trama, Fischerman reflexiona
acerca de los límites de la creación estética y las
relaciones de poder. Además del modelo de Jean-Luc
Godard y la nouvelle vague, el film deja ver la influencia de John Cassavettes y el New American Cinema,
Vera Chitilova, Jerzy Skolimowski, Federico Fellini,
Ingmar Bergman, es decir, un grupo heterogéneo de
poéticas que, a fines de los sesenta, constituían la
modernidad cinematográfica.
La
película estableció los parámetros de una nueva
propuesta cinematográfica que pronto sería adoptada por
otros films contemporáneos: Puntos suspensivos (1971), de Edgardo Cozarinsky; Opinaron (1971), de Rafael Filippelli; Alianza para el progreso (1971) y La civilización está haciendo masa y no deja oír (1973), de Julio Ludueña; La familia unida esperando la llegada de Hallewyn (1971) y Beto Nervio contra el poder de las tinieblas (1978), de Miguel Bejo. Todos ellos se instalaron en el espacio abierto por The Players vs. Ángeles caídos,
y sus directores nunca dejaron de reconocer la
deuda.Filippelli, por ejemplo, rescató el impacto que le
causó esa obra y el beneficio que su propio film obtuvo
en el diálogo estético con ella. Ludueña, por su parte,
afirmó que Fischerman había demostrado que “se podía
filmar en 35 mm libremente, que se podía estrenar en una
sala chiquita y estar meses allí, ser la tapa de Primera Plana,
ir al exterior, ser considerado, terminar con la edad
media en la que estaba el cine argentino y entrar en la
edad contemporánea a la altura de las experiencias que
se estaban haciendo en el mundo. A partir de Fischerman
se nos había abierto una puerta a todos”.
Pero
a pesar del entusiasmo de Ludueña, lo cierto es que la
importancia de la película es perceptible tanto en aquellas
vías que abrió como en aquellas que vino a clausurar.
Si desempeña un rol clave para los nuevos cineastas de comienzos
de los setenta, no es sólo porque señala el camino
de un cine diferente sino también porque instaura un punto
de no retorno: luego de The Players vs. Ángeles caídos (y a causa de The Players vs. Ángeles caídos)
un film de esas características ya no puede aspirar a
una difusión comercial y a una aceptación más o
menos amplia. De hecho, ni Cozarinsky, ni Bejo, ni Filippelli,
ni Ludueña lograron estrenar sus primeras películas (ni
siquiera en una “sala chiquita”). Instalados en un borde
cinematográfico, los nuevos realizadores se enfrentaban
a los modos de producción industrial y a los circuitos
comerciales de exhibición. Lo que antes podía
considerarse cine vanguardista ahora –tal como lo llamó Cozarinsky– sería cine underground:
la ruptura ya no se plantea tanto como una avanzada
sobre un campo cinematográfico fuertemente
institucionalizado sino como un margen subterráneo que, en
lugar de un frente abierto de confrontación, define más
bien una línea de resistencia. En la introducción a
un pequeño dossier sobre los nuevos films argentinos de
los setenta, se leía: “Los films más importantes
realizados en la Argentina durante los últimos tres años
han sido hechos al margen de la industria cinematográfica,
aun contra ella”.
No es
posible hablar de un movimiento o una tendencia o una corriente
estética. No hay una intención programática en
los films ni una voluntad de acción conjunta entre los
realizadores. Se trata, simplemente, de un grupo de artistas que
comparten ciertas preferencias cinematográficas, que poseen
una misma actitud sobre la realización de películas
y una misma concepción acerca de los vínculos entre
arte y política. Puntos suspensivos sigue el itinerario
de un cura reaccionario y fanático, un sobreviviente de la
vieja derecha, obsesionado por eliminar a los enemigos
del modo de vida occidental y cristiano. En su
peregrinación de higiene moral, el sacerdote se cruza
con representantes del ejército, la iglesia y la
burguesía de fines de los sesenta, ahora camuflados de
liberalismo y procurando presentarse como una derecha
moderna que se ha desplazado hacia el centro. En La familia unida esperando la llegada de Hallewyn,
los miembros de una sórdida familia patricia se
entregan a rituales esotéricos mientras, afuera de su
caserón, una especie de corte de los milagros espera el
advenimiento de un misterioso personaje que es, a la
vez, un monstruo y un redentor. El film aprovecha ciertos mecanismos
del género de terror y los conecta con el funcionamiento
político y familiar de los regímenes represivos. Alianza para el progreso
es una sátira política plagada de alegorías y
simbolismos. Las relaciones entre el colonialismo
norteamericano y los países de Latinoamérica es encarnada
por personajes que representan a las diferentes fuerzas en conflicto:
los Represores y el Empresario, con la complicidad de la
Señorita Clase Media, se ponen de acuerdo con la
Señorita USA para liquidar a los revolucionarios. La
violencia de la trama crecerá progresivamente hasta
resolverse en una batalla final que transcurre en un
teatro ante la mirada dubitativa del Artista.
A
veces, esos films fueron censurados por lo que se consideraba
una ofensa a la moral o por su carácter revulsivo en términos
ideológicos; a veces, ni siquiera se los prohibió
sino que, directamente, no interesaron a los distribuidores. Se
trataba de un cine político y crítico pero en abierta
discrepancia con los films supuestamente de denuncia que
circulaban por los carriles comerciales convencionales
(como La batalla de Argelia, de Gillo
Pontecorvo, 1966, o Z, de Constantin Costa-Gavras, 1969)
e, incluso, con el cine militante y de agitación a la
manera de La hora de los hornos (Fernando Solanas, 1968).
En un texto sobre su propio film, Cozarinsky rechazaba “los
lugares comunes que han hecho del cine político un género
industrial, que es exactamente lo opuesto de cualquier
idea de política (conocimiento más acción) ya que da por
sentada la complicidad de autor y público, de sus
identidades mismas, en la digestión de actitudes
previamente compartidas: en resumen, un cine que no
descubre ni revela nada”. Y un poco más adelante agrega:
“Da la casualidad de que quienes han acusado a Puntos suspensivos
de film intelectual o europeizado son quienes pretenden
disimular y facilitar las complejidades de este Buenos
Aires que sólo existe a partir de la transculturalización
para mejor consumo de un público europeo ávido de
tercermundismo como de posters con la imagen del Che. Creo que debemos
resignarnos, hoy y aquí, a empezar por esclarecer nuestro
lenguaje. Si vamos a vender la revolución como se
venden gaseosas o desodorantes se terminará por
descubrir que esa revolución, al ser comprada, no es más
que otra gaseosa, otro desodorante”.
Frente
a las estructuras constrictivas del cine industrial, pero
también frente a la solemne tradición del cine político
latinoamericano, estos films “subterráneos” coinciden
en un mismo tipo de estrategias críticas. Por un lado, la
certeza de que la función crítica del cine debe desplegarse
en el nivel de las formas: la experimentación apunta claramente
a cuestionar los modos cristalizados del lenguaje
audiovisual. Por otro lado, si bien hay una impugnación
de los principios impuestos por Hollywood (psicología de
personajes, estilo naturalista de actuación, linealidad
de las estructuras narrativas, realismo de las
situaciones dramáticas), la elección de estructuras
ficcionales y cierta desconfianza ante lo documental
deberían entenderse, a la vez, como un cuestionamiento a
la impronta testimonial del Nuevo Cine Latinoamericano. La ficción
es presentada como el verdadero discurso crítico sobre lo
real. Ludueña afirmó: “La ficción intenta
recuperar un proceso para explicarlo, descubrir su verdadera estructura
y ensayar sobre él. Las imágenes recreadas por la
ficción tienen sonido propio, ya no podrán ser utilizadas
sino con el sentido con que fueron filmadas”. Por último,
el tratamiento satírico o paródico de los grandes
temas (en Bejo y en Ludueña, incluso, es evidente el cruce
entre la velocidad del cómic y un modelo de representación
alegórica). Los personajes ya no son un punto de
identificación emocional sino arquetipos conceptuales, y
el film se ha convertido en un lugar de reflexión y de
crítica.
Se comprende entonces
que, cuando Cozarinsky definía a su film como “un
borrador a la vez esteticista y cimarrón”,
indudablemente estaba aludiendo a un doble frente de oposición:
era cimarrón ante el cine comercial así como era esteticista
ante el cine militante. Rabiosamente contestatarias y
experimentales, estas películas se reivindicaban como
obras políticas porque eran arte de vanguardia. Vistas a
la distancia, se advierte que están en el origen del
cine independiente en la Argentina: en los márgenes de
la industria y de las formas convencionales, quedó
establecido allí que forma estética y modo de producción
se determinan mutuamente. La experiencia fue breve, sin
embargo, y durante mucho tiempo pareció no tener
consecuencias. En efecto, la segunda mitad de los setenta
estuvo dominada por el silencio que la dictadura impuso sobre
cualquier exploración, en beneficio de un cine
escapista, cómplice o directamente propagandista,
mientras que el cine de los ochenta fue oportunista y
convencional, preocupado por enterrar rápidamente ese
pasado conflictivo sin ningún atisbo de reflexión. Pero,
en cambio, hoy es evidente que la renovación de la
década del noventa no hubiera existido sin el antecedente
del cine underground.
Es que, efectivamente, el llamado nuevo cine argentino
ha reivindicado y reformulado muchas de las características
de ese cine independiente: films producidos por afuera de los
cánones industriales, con estrategias heredadas del
cortometraje, rodados en fines de semana por directores y
equipos técnicos no profesionales. Picado fino (Esteban Sapir, 1996), Pizza, birra, faso (Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, 1997), Rapado (Martín Rejtman, 1992) y Silvia Prieto (Martín Rejtman, 1998), Mundo Grúa (Pablo Trapero, 1999) y El bonaerense (Pablo Trapero, 2002), Bolivia (Adrián Caetano, 2000), Sábado (Juan Villegas, 2001), Tan de repente (Diego Lerman, 2002) y Todo juntos
(Federico León, 2002) son algunos de los films de ese nuevo
cine. La distancia de estas nuevas películas frente a la
tradición costumbrista que históricamente ha dominado
al cine argentino plantea un nuevo comienzo en la relación
de las imágenes con lo real. Ha sido mérito del nuevo
cine no transitar por los mismos caminos que ya había fatigado,
y malamente, el cine más comercial de los ochenta. Sin
duda, la consolidación de ese cambio consistirá en
profundizar sus presupuestos en la dirección que
reclamaba el cine underground: modos de
producción alternativos, experimentación con nuevas
tecnologías, originalidad de las perspectivas temáticas,
audacia y rigor en la realización, asunción de riesgos
en los planteos narrativos, radicalización de las
propuestas estéticas. Entonces, el cine argentino podrá
empezar a contar otra historia.
*Crítico cinematográfico, profesor en la UBA y en la Universidad del Cine
Publicada en TODAVÍA Nº 7. Abril de 2004