13 feb 2014

UN CINE SUBTERRANEO - DAVID OUBIÑA*



Hacia fines de los años sesenta, un puñado de realizadores cinematográficos argentinos sentaron las bases del actual cine independiente en el país. Sus films –que no obtuvieron éxito comercial ni aceptación masiva– proponen una estética experimental y osada, destacan la potencia crítica y reflexiva de la ficción y se apartan de la retórica convencional del cine militante de la época.

Puntos suspensivos de Edgardo Cozarinsky

Durante la década del sesenta, el Instituto Di Tella aglutinó muchas de las experiencias estéticas más provocadoras y promovió a los artistas de vanguardia que tendrían mayor relevancia en los años siguientes. Atacado desde la derecha en nombre de la tradición y las buenas costumbres, sus actividades eran consideradas irreverentes, carentes de buen gusto, escandalosas o simplemente inmorales. Al mismo tiempo, para ciertos sectores de la izquierda radicalizada, ese tipo de experimentación moderna, sofisticada y cosmopolita, a la zaga de las vanguardias europeas, era simplemente la izquierda del sistema: no una verdadera ruptura con la tradición cultural colonial sino un intento de renovación esnob y frívolo que podía resultar progresista pero que se mantenía inequívocamente dentro de los márgenes del sistema y lo convalidaba...



En 1968, el joven cineasta Alberto Fischerman realizó una ópera prima que pronto se convertiría en punto de referencia para los nuevos directores. El film se llamó The Players vs. Ángeles caídos y participaba plenamente de la atmósfera estética del Di Tella: Fischerman no sólo reclutó allí a muchos de sus actores sino que también incorporó a su película las técnicas del happening, el teatro experimental y la música contemporánea, que habían encontrado en el instituto su espacio de expresión natural. Con The Players vs. Ángeles caídos, el cine argentino se acerca a las vanguardias y entra en sintonía, aunque tardíamente, con los nuevos cines del mundo. Mientras que unos años antes, algunos directores de la llamada Generación del 60 (Manuel Antín, Rodolfo Kuhn, David Kohon) tomaban como ejemplo las películas de Michelangelo Antonioni, la influencia más potente en el film de Fischerman es Jean-Luc Godard. Antonioni y Godard son dos de los más grandes cineastas modernos y no se trata aquí de enfrentarlos como si fueran modelos antagónicos; interesa, más bien, resaltar el cambio que supuso para los jóvenes directores argentinos la elección de uno u otro como propuesta estética. En Antonioni hay, ciertamente, un brusco cambio de estilo respecto del cine anterior; pero con Godard se produce una ruptura radical, como si el cine recomenzara desde otro lugar, apoyándose sobre nuevas premisas creadoras.
En The Players vs. Ángeles caídos dos grupos de actores se disputan la posesión de un abandonado set de filmación: cuando llegan los Players (que se reúnen allí para ensayar La tempestad de William Shakespeare), los Ángeles caídos se refugian en las galerías altas del estudio mientras planean distintas estrategias para reconquistar el territorio. A partir de esa mínima trama, Fischerman reflexiona acerca de los límites de la creación estética y las relaciones de poder. Además del modelo de Jean-Luc Godard y la nouvelle vague, el film deja ver la influencia de John Cassavettes y el New American Cinema, Vera Chitilova, Jerzy Skolimowski, Federico Fellini, Ingmar Bergman, es decir, un grupo heterogéneo de poéticas que, a fines de los sesenta, constituían la modernidad cinematográfica.
La película estableció los parámetros de una nueva propuesta cinematográfica que pronto sería adoptada por otros films contemporáneos: Puntos suspensivos (1971), de Edgardo Cozarinsky; Opinaron (1971), de Rafael Filippelli; Alianza para el progreso (1971) y La civilización está haciendo masa y no deja oír (1973), de Julio Ludueña; La familia unida esperando la llegada de Hallewyn (1971) y Beto Nervio contra el poder de las tinieblas (1978), de Miguel Bejo. Todos ellos se instalaron en el espacio abierto por The Players vs. Ángeles caídos, y sus directores nunca dejaron de reconocer la deuda.Filippelli, por ejemplo, rescató el impacto que le causó esa obra y el beneficio que su propio film obtuvo en el diálogo estético con ella. Ludueña, por su parte, afirmó que Fischerman había demostrado que “se podía filmar en 35 mm libremente, que se podía estrenar en una sala chiquita y estar meses allí, ser la tapa de Primera Plana, ir al exterior, ser considerado, terminar con la edad media en la que estaba el cine argentino y entrar en la edad contemporánea a la altura de las experiencias que se estaban haciendo en el mundo. A partir de Fischerman se nos había abierto una puerta a todos”.
Pero a pesar del entusiasmo de Ludueña, lo cierto es que la importancia de la película es perceptible tanto en aquellas vías que abrió como en aquellas que vino a clausurar. Si desempeña un rol clave para los nuevos cineastas de comienzos de los setenta, no es sólo porque señala el camino de un cine diferente sino también porque instaura un punto de no retorno: luego de The Players vs. Ángeles caídos (y a causa de The Players vs. Ángeles caídos) un film de esas características ya no puede aspirar a una difusión comercial y a una aceptación más o menos amplia. De hecho, ni Cozarinsky, ni Bejo, ni Filippelli, ni Ludueña lograron estrenar sus primeras películas (ni siquiera en una “sala chiquita”). Instalados en un borde cinematográfico, los nuevos realizadores se enfrentaban a los modos de producción industrial y a los circuitos comerciales de exhibición. Lo que antes podía considerarse cine vanguardista ahora –tal como lo llamó Cozarinsky– sería cine underground: la ruptura ya no se plantea tanto como una avanzada sobre un campo cinematográfico fuertemente institucionalizado sino como un margen subterráneo que, en lugar de un frente abierto de confrontación, define más bien una línea de resistencia. En la introducción a un pequeño dossier sobre los nuevos films argentinos de los setenta, se leía: “Los films más importantes realizados en la Argentina durante los últimos tres años han sido hechos al margen de la industria cinematográfica, aun contra ella”.
No es posible hablar de un movimiento o una tendencia o una corriente estética. No hay una intención programática en los films ni una voluntad de acción conjunta entre los realizadores. Se trata, simplemente, de un grupo de artistas que comparten ciertas preferencias cinematográficas, que poseen una misma actitud sobre la realización de películas y una misma concepción acerca de los vínculos entre arte y política. Puntos suspensivos sigue el itinerario de un cura reaccionario y fanático, un sobreviviente de la vieja derecha, obsesionado por eliminar a los enemigos del modo de vida occidental y cristiano. En su peregrinación de higiene moral, el sacerdote se cruza con representantes del ejército, la iglesia y la burguesía de fines de los sesenta, ahora camuflados de liberalismo y procurando presentarse como una derecha moderna que se ha desplazado hacia el centro. En La familia unida esperando la llegada de Hallewyn, los miembros de una sórdida familia patricia se entregan a rituales esotéricos mientras, afuera de su caserón, una especie de corte de los milagros espera el advenimiento de un misterioso personaje que es, a la vez, un monstruo y un redentor. El film aprovecha ciertos mecanismos del género de terror y los conecta con el funcionamiento político y familiar de los regímenes represivos. Alianza para el progreso es una sátira política plagada de alegorías y simbolismos. Las relaciones entre el colonialismo norteamericano y los países de Latinoamérica es encarnada por personajes que representan a las diferentes fuerzas en conflicto: los Represores y el Empresario, con la complicidad de la Señorita Clase Media, se ponen de acuerdo con la Señorita USA para liquidar a los revolucionarios. La violencia de la trama crecerá progresivamente hasta resolverse en una batalla final que transcurre en un teatro ante la mirada dubitativa del Artista.
A veces, esos films fueron censurados por lo que se consideraba una ofensa a la moral o por su carácter revulsivo en términos ideológicos; a veces, ni siquiera se los prohibió sino que, directamente, no interesaron a los distribuidores. Se trataba de un cine político y crítico pero en abierta discrepancia con los films supuestamente de denuncia que circulaban por los carriles comerciales convencionales (como La batalla de Argelia, de Gillo Pontecorvo, 1966, o Z, de Constantin Costa-Gavras, 1969) e, incluso, con el cine militante y de agitación a la manera de La hora de los hornos (Fernando Solanas, 1968). En un texto sobre su propio film, Cozarinsky rechazaba “los lugares comunes que han hecho del cine político un género industrial, que es exactamente lo opuesto de cualquier idea de política (conocimiento más acción) ya que da por sentada la complicidad de autor y público, de sus identidades mismas, en la digestión de actitudes previamente compartidas: en resumen, un cine que no descubre ni revela nada”. Y un poco más adelante agrega: “Da la casualidad de que quienes han acusado a Puntos suspensivos de film intelectual o europeizado son quienes pretenden disimular y facilitar las complejidades de este Buenos Aires que sólo existe a partir de la transculturalización para mejor consumo de un público europeo ávido de tercermundismo como de posters con la imagen del Che. Creo que debemos resignarnos, hoy y aquí, a empezar por esclarecer nuestro lenguaje. Si vamos a vender la revolución como se venden gaseosas o desodorantes se terminará por descubrir que esa revolución, al ser comprada, no es más que otra gaseosa, otro desodorante”.
Frente a las estructuras constrictivas del cine industrial, pero también frente a la solemne tradición del cine político latinoamericano, estos films “subterráneos” coinciden en un mismo tipo de estrategias críticas. Por un lado, la certeza de que la función crítica del cine debe desplegarse en el nivel de las formas: la experimentación apunta claramente a cuestionar los modos cristalizados del lenguaje audiovisual. Por otro lado, si bien hay una impugnación de los principios impuestos por Hollywood (psicología de personajes, estilo naturalista de actuación, linealidad de las estructuras narrativas, realismo de las situaciones dramáticas), la elección de estructuras ficcionales y cierta desconfianza ante lo documental deberían entenderse, a la vez, como un cuestionamiento a la impronta testimonial del Nuevo Cine Latinoamericano. La ficción es presentada como el verdadero discurso crítico sobre lo real. Ludueña afirmó: “La ficción intenta recuperar un proceso para explicarlo, descubrir su verdadera estructura y ensayar sobre él. Las imágenes recreadas por la ficción tienen sonido propio, ya no podrán ser utilizadas sino con el sentido con que fueron filmadas”. Por último, el tratamiento satírico o paródico de los grandes temas (en Bejo y en Ludueña, incluso, es evidente el cruce entre la velocidad del cómic y un modelo de representación alegórica). Los personajes ya no son un punto de identificación emocional sino arquetipos conceptuales, y el film se ha convertido en un lugar de reflexión y de crítica.
Se comprende entonces que, cuando Cozarinsky definía a su film como “un borrador a la vez esteticista y cimarrón”, indudablemente estaba aludiendo a un doble frente de oposición: era cimarrón ante el cine comercial así como era esteticista ante el cine militante. Rabiosamente contestatarias y experimentales, estas películas se reivindicaban como obras políticas porque eran arte de vanguardia. Vistas a la distancia, se advierte que están en el origen del cine independiente en la Argentina: en los márgenes de la industria y de las formas convencionales, quedó establecido allí que forma estética y modo de producción se determinan mutuamente. La experiencia fue breve, sin embargo, y durante mucho tiempo pareció no tener consecuencias. En efecto, la segunda mitad de los setenta estuvo dominada por el silencio que la dictadura impuso sobre cualquier exploración, en beneficio de un cine escapista, cómplice o directamente propagandista, mientras que el cine de los ochenta fue oportunista y convencional, preocupado por enterrar rápidamente ese pasado conflictivo sin ningún atisbo de reflexión. Pero, en cambio, hoy es evidente que la renovación de la década del noventa no hubiera existido sin el antecedente del cine underground.
Es que, efectivamente, el llamado nuevo cine argentino ha reivindicado y reformulado muchas de las características de ese cine independiente: films producidos por afuera de los cánones industriales, con estrategias heredadas del cortometraje, rodados en fines de semana por directores y equipos técnicos no profesionales. Picado fino (Esteban Sapir, 1996), Pizza, birra, faso (Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, 1997), Rapado (Martín Rejtman, 1992) y Silvia Prieto (Martín Rejtman, 1998), Mundo Grúa (Pablo Trapero, 1999) y El bonaerense (Pablo Trapero, 2002), Bolivia (Adrián Caetano, 2000), Sábado (Juan Villegas, 2001), Tan de repente (Diego Lerman, 2002) y Todo juntos (Federico León, 2002) son algunos de los films de ese nuevo cine. La distancia de estas nuevas películas frente a la tradición costumbrista que históricamente ha dominado al cine argentino plantea un nuevo comienzo en la relación de las imágenes con lo real. Ha sido mérito del nuevo cine no transitar por los mismos caminos que ya había fatigado, y malamente, el cine más comercial de los ochenta. Sin duda, la consolidación de ese cambio consistirá en profundizar sus presupuestos en la dirección que reclamaba el cine underground: modos de producción alternativos, experimentación con nuevas tecnologías, originalidad de las perspectivas temáticas, audacia y rigor en la realización, asunción de riesgos en los planteos narrativos, radicalización de las propuestas estéticas. Entonces, el cine argentino podrá empezar a contar otra historia. 


*Crítico cinematográfico, profesor en la UBA y en la Universidad del Cine

Publicada en TODAVÍA Nº 7. Abril de 2004